Cuando hablamos de filosofía práctica, hablamos de utilizar la filosofía para solucionar problemas de índole práctica, es decir, que nos afecten en nuestra vida, normalmente nuestra vida social y personal. Cuando hablamos de problemas prácticos no nos estamos refiriendo a problemas meramente técnicos, como cambiar un enchufe o desinfectar el ordenador, aunque la forma de enfrentarnos a estos problemas técnicos sí puede requerir un cierto enfoque filosófico. Ante un problema se ponen en juego las tres facultades del alma: sensibilidad (emociones), entendimiento y voluntad.
¿Cuándo detectamos que tenemos un problema? Cuando experimentamos una emoción que nos saca de nuestro "estado emocional normal" (y lo ponemos entre comillas porque hay algunos estados emocionales normales que en sí son un problema, por ejemplo cuando alguien sufre de estrés, ansiedad o depresión). A partir de ese momento, el momento en el que experimentamos ese "algo", se ponen en marcha unos mecanismos de respuesta, "lo que hacemos con las emociones", como dice Bucay. Estas respuestas pueden ser adecuadas o no al problema: la emoción que surge tras la presencia inesperada de un perro amenazante puede ser la misma que la experimentada en una reunión con el jefe, pero la respuesta no debe ser la misma, ni en el caso de que queramos atacar, ni en el caso de que queramos huir, ni en el caso de que queramos aplacar a la fiera.
Las emociones son unos sentimientos que produce nuestro sistema neuro-endocrino como respuesta interna ante una situación externa; dichos sentimientos preparan la respuesta externa (atacar, huir, agazaparse, etc.). Las emociones son producto de un mecanismo de defensa de los homínidos que ha resultado evolutivamente adaptativo en un entorno natural hostil. Sin embargo, ese entorno ha cambiado (al menos en las sociedades occidentales más avanzadas) y las emociones no son siempre adecuadas al nuevo entorno. Por ello, como dice Daniel Goleman, el autor de La Inteligencia Emocional, "la habilidad de hacer una pausa y no actuar por el primer impulso se ha vuelto aprendizaje crucial en la vida diaria".
Para solucionar un problema de una forma adecuada, es decir, razonable (facultad del entendimiento), debemos pararnos a reflexionar sin dejarnos llevar por el primer impulso, por las emociones. Pero ello no significa que debamos desentendernos de éstas y arrinconarlas, sino todo lo contrario, debemos incorporar las emociones en nuestro análisis racional del problema, pues normalmente son parte del mismo, por ejemplo, si una situación externa nos causa un sentimiento negativo el problema no se circunscribe exclusivamente a la situación exterior, sino que también involucra nuestra relación con esa situación, nuestros sentimientos hacia ella. Invirtiendo la famosa cita de Ortega, podríamos decir que la circunstancia (el problema) es la circunstancia y mi yo.
Y para incorporar las emociones al análisis lo principal, el primer paso, es reconocer las emociones que nos asaltan, ponerles un nombre, lo cual no siempre resulta fácil, sobre todo si no tenemos práctica, pues no hace falta saber qué nos pasa internamente para reaccionar ante algo, basta con sentir; pero sí hace falta saberlo para reaccionar de un modo adecuado o proporcionado. En términos neurocientíficos se diría que es necesario que el circuito neurológico que va del sistema límbico (sede de nuestras emociones) al sistema locomotor pase por el neocórtex.
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Ortega y Gasset |
No es fácil ponerle nombre a nuestras emociones, pero es muy necesario para comprender lo que nos pasa y para actuar en consecuencia: es muy común confundir la ansiedad (una forma de miedo) con el hambre y muchos casos de desórdenes alimenticios tienen esta raíz; se come para calmar la ansiedad. Entre las acciones más importantes a tomar se encuentra el comunicar a otras personas eso que sentimos, comunicárselo antes de actuar: decirle que no te ha gustado su comportamiento, que te has sentido atacado... (aunque lo cierto es que ese sentimiento es ya un sentimiento elaborado y derivado de otro más primario: ira, indignación o irritación).
Una vez que hemos detectado las emociones implicadas en un problema llega el momento de analizar el problema a fondo incorporando al análisis estas emociones, es decir, incorporándonos a nosotros mismos como parte del problema. El análisis conllevará la necesidad de incorporar, además, diversos puntos de vista sobre el problema, lo cual ya requiere un cierto esfuerzo de distanciamiento del mismo o la ayuda de otra persona (profesional o no).
Posteriormente llegará el momento de solucionar el problema, para lo cual se requiere la tercera de las facultades, la voluntad, ya que no es fácil cambiar hábitos y menos los emocionales. No es fácil, pero es posible. Y si es posible, Bucay no lleva razón en la primera parte de la cita con la que habríamos esta pincelada. Si nos enojamos (ira) cuando el jefe nos pide algo de malas maneras, podemos cambiar esa emoción intentando comprender que quizá él está presionado por sus superiores y que, en realidad, no pretende atacarnos, ni nos menosprecia, ni nada por el estilo, simplemente es el eslabón de una cadena que transmite la presión laboral. Esta comprensión no basta para dejar de experimentar ira cuando nos vuelva a "atacar"; hay que hacer un esfuerzo (voluntario) de traer cada vez a la mente esta idea, "ejercitarla" hasta que se convierta en un hábito y dejemos de enojarnos (todo lo cual no obsta para que en un momento dado podamos hablar con él para que abandone sus malas maneras; pero hay que hablar sin enojo, con calma y serenidad).
"La esencia es aquello que nos hace sentir", dicen en un anuncio de BMW con grandes pretensiones filosóficas. Evidentemente se están refiriendo al objeto externo que produce nuestra emoción. Pero, ¿y si "aquello que nos hace sentir" también estuviera en nosotros? ¿Y si también fuéramos nosotros mismos? ¿Y si fuera nuestro carácter? "La esencia no cambia", dicen en el mismo anuncio. ¿Estamos seguros? ¿Acaso no podemos cambiar? ¿Estamos condenados siempre a sentir de la misma manera? Ya hemos visto que no.