lunes, 16 de diciembre de 2013

Felicidad VI

La vida feliz [...] no puede suceder más que si, primero, el alma está sana y en constante posesión de su salud; en segundo lugar, si es enérgica y ardiente, magnánima y paciente, adaptable a las circunstancias, cuidadosa sin angustia de su cuerpo y de lo que le pertenece, atenta a las demás cosas que sirven para la vida, sin admirarse de ninguna; si usa de los dones de la fortuna sin ser esclava de ellos.

(Séneca, Sobre la felicidad).

Séneca

miércoles, 4 de diciembre de 2013

El buen hijo

Confucio (China, s. VI a C)
2.6. [...] La única ocasión en que un hijo consciente de su deber hace que sus padres se preocupen es cuando está enfermo.

2.7. [...] Se piensa que son hijos obedientes los que alimentan a sus padres. Pero también alimentan a sus perros y caballos. A menos que haya respeto, ¿dónde está la diferencia?

2.8. [...] Lo que importa es la actitud. Si los jóvenes prestan simplemente sus servicios cuando hay trabajo por hacer o dejan que sus mayores beban  y coman cuando hay vino y comida, ¿acaso podría esto considerarse como piedad filial?

(Confucio, Analectas).

Estas citas pertenecen a un conjunto de analectas sobre la piedad filial. En dicho conjunto destacan los temas de la obediencia y los ritos. No me ha parecido oportuno incorporar dichas citas por lo desfasadas históricamente, ya que actualmente se tiende a poner en tela de juicio por parte de la juventud los mandatos de los mayores, lo cual es justo si esa juventud es razonable o racional y no se trata de la mera rebeldía. Otro tanto ocurre con los ritos: vivimos en occidente una época profundamente desacralizada y desmitificada; no es que los ritos hayan desaparecido sino que han sido sustituidos; los de los hijos ya no son los de los padres.

martes, 26 de noviembre de 2013

Más despacio (gestión del tiempo II)

Cuando varias ciudades estadounidenses introdujeron cámaras para fotografiar a los conductores que se saltaban los semáforos en rojo, resultó que el mayor grupo de infractores no estaba formado por chicos con coches deportivos trucados, sino por madres dedicadas a llevar a los niños de una actividad a otra (Carl Honoré, Bajo presión).

Muchas de las personas que padecen estrés lo achacan a la rapidez con que han de desenvolverse en su mundo laboral, familiar o ambos. Sin llegar a que dicha rapidez genere un trastorno, buena parte del mundo occidental está agobiado por las prisas: hay que hacer todo deprisa (con lo cual se suele hacer mal) pero, sobre todo, hay que ir deprisa de un sitio a otro.

¿A qué vienen tantas prisas?

Frente a este ajetreo del mundo contemporáneo han ido surgiendo diversas iniciativas en múltiples ámbitos (restauración, urbanismo, sexualidad, educación) que claman por un ritmo más pausado. Dichas iniciativas podrían englobarse dentro de lo que se denomina Movimiento Slow, un movimiento difuso que ha sido popularizado por el periodista canadiense Carl Honoré en su libro Elogio de la lentitud. En dicho libro se critica sobre todo el culto occidental a la velocidad.

Unos años después Honoré publicó Bajo presión, un libro dedicado a criticar la presión a la que sometemos a nuestros hijos. Parte de esta presión consiste no en que sean los mejores en algo, sino en que hagan muchas cosas, en que estén permanentemente ocupados, es decir, en que sean unos pequeños adultos con jornadas laborales mayores que las de sus padres. Tanto los hijos como los padres están permanentemente ocupados, atareados en múltiples actividades.

La cita con la que hemos comenzado esta pincelada es clarividente: nos hace ver la relación entre la velocidad con que hacemos las cosas y la cantidad de cosas que hacemos (o pretendemos hacer). La sensación de estar permanentemente corriendo se debe a la cantidad de cosas que queremos hacer, no necesariamente a que nos atraiga el vértigo de la velocidad; es decir, corremos a pesar nuestro.

Por lo tanto, si no queremos ir siempre a la carrera quizá debamos plantearnos la necesidad de reducir el número de actividades o tareas a realizar. Aunque para esto es necesario establecer una serie de criterios por los que valorar cuáles son las actividades más importantes y/o más urgentes (teniendo en cuenta que ambos conceptos no son idénticos: "no siempre lo urgente es lo importante").

Y un elemento indispensable para reducir el ritmo, basándonos en la reducción del número de actividades, es una agenda. Sin embargo, normalmente se usa una agenda cuando empieza a crecer el número de tareas y necesitamos no solaparlas; el problema es que los tiempos van tan ajustados que al final se solapan. Nuestra idea de uso de agenda es poner una sola actividad por la mañana y otra por la tarde. Está claro que todo depende del tipo y de la duración de las actividades, pero es que somos muy dados a tener una entrevista de trabajo, ir de compras, quedar con fulanito a comer, etc.

Somos también conscientes de que este sistema puede llevar a una especie de procrastinación (postergación, posposición) de baja intensidad, es decir, de ciertas actividades que por no urgentes o no importantes nunca son realizadas. Y el problema no es cuando se trata de una o dos tareas, sino cuando ese número crece. Bueno, habrá que ir dándoles salida también; lo importante es no agobiarse y hacer las cosas bien.

En el ámbito laboral lo dicho anteriormente es más difícil, pues muchas de las tareas no las asumimos nosotros libremente, sino que nos vienen impuestas. No obstante, hay muchas otras que sí son asumidas, y muchas veces por no saber decir NO a tiempo. Esto es algo que debemos aprender, pues de ello depende que vayamos con prisas o sin ellas.

Se objetará que muchos de los puestos laborales son estresantes en sí mismos por la cantidad de tareas a realizar o coordinar y el poco tiempo que hay para realizarlas y que, además, precisamente por ello dichos puestos están bien remunerados. La respuesta a la objeción podría lanzarse en forma de pregunta: ¿es necesaria dicha remuneración? ¿Compensa la merma de la salud? Se nos podría decir que sí, debido a que hay que mantener un estatus, un nivel de vida, etc. De nuevo se podría preguntar si ese estatus, ese nivel de vida es necesario; ¿no se puede vivir con menos lujos y más tranquilidad? Las respuestas a estas preguntas dependen ya de cada uno.

Pero como dijo Heráclito: "haz pocas cosas si quieres conservar el buen humor"

jueves, 7 de noviembre de 2013

El sumo bien

El sumo bien es un alma que desprecia las cosas azarosas y se complace en la virtud, [...] una fuerza de ánimo invencible, con experiencia de las cosas, serena en la acción, llena de humanidad y solicitud por los que nos rodean.

(Séneca, Sobre la felicidad).

Séneca

jueves, 31 de octubre de 2013

Los méritos

No os preocupéis si los demás no reconocen vuestros méritos; preocupaos si no reconocéis los suyos.

(Confucio, Analectas, 1.16).

Confucio (China, s. VI a C)

jueves, 24 de octubre de 2013

Más silencio

“Al parecer, la sociedad de consumo considera el silencio como algo delictivo”
E. J. Hobsbawm

(Gracias, Fernando, por la cita)

jueves, 17 de octubre de 2013

El silencio y la educación de los hijos (III)

Bueno, bueno; no creamos que Montaigne es tan rudo a partir de la cita anterior. También sabe ser civilizado:

"En esta escuela del trato con los hombres, he observado a menudo este vicio, que en lugar de sacar conocimientos de los demás, solo intentamos hacer gala de los nuestros; y más nos esforzamos por soltar nuestra mercancía que por adquirir una nueva. Son el silencio y la modestia cualidades muy convenientes para la conversación. Se enseñará a este niño a que ahorre su saber, sin abusar de él cuando lo haya adquirido; a no exasperarse con las necedades y fábulas que en su presencia se digan, pues es muy inoportuno e incivil oponerse a todo cuanto no es de nuestro gusto. Que se contente con corregirse a sí mismo sin que parezca que reprocha a los demás lo que él se niega a hacer, ni que contraría las costumbres públicas [...] Que huya de esa apariencia sentenciosa e incivil y de ese pueril afán de querer parecer más listo por ser distinto y hacerse un nombre mediante censuras y extravagancias".

Michel de Montaigne,
Ensayos, libro I, cap. XXVI: 
"De la educación de los hijos".

jueves, 10 de octubre de 2013

La educación de los hijos (II)

Una visión un poco más antigua sobre el asunto:

"No basta con endurecerle el alma; es menester endurecerle también los músculos. Exígesele demasiado a aquella si no se la secunda, y harto tiene que hacer atendiendo a dos oficios. Sé cuánto jadea la mía en compañía de cuerpo tan débil, tan sensible, que deja caer todo su peso sobre ella. Y percátome a menudo, en mis lecuras, que en sus escritos mis maestros toman, por grandeza y valor, ejemplos que más tienen que ver con la piel curtida y los huesos duros. [...] Cuando los atletas emulan a los filósofos en paciencia, es más bien temple de nervios que de alma. Y cierto es que acostumbrarse a soportar el trabajo es aprender a soportar el dolor".

Michel de Montaigne,
Ensayos, libro I, cap. XXVI: 
"De la educación de los hijos".

jueves, 3 de octubre de 2013

La educación de los hijos (I)

Esto de ser padre... Te pones a leer cosas sobre los niños (y eso que leo menos de lo que Gema quisiera). En fin, transcribo íntegramente unos párrafos de Bajo presión, de Carl Honoré; mejor que él no lo expresaría yo (contando sus ideas, quiero decir).

Mayores y con más estudios que nunca, los padres modernos también se sienten más inclinados a asumir un enfoque de "mejor practica" ante la educación do los niños, convencidos de que la gestión, la pericia y la inversión adecuadas producirán resultados óptimos. Ello es particularmente cierto en el caso de las mujeres, que pueden terminar canalizando hacia la maternidad el mismo brío profesional que antes dedicaban a su trabajo. Si las madres que se quedan en casa convierten el cuidado de los niños en un Gran Trabajo para justificar la renuncia laboral, las que siguen trabajando hacen lo mismo para demostrar que conceden la misma importancia a la maternidad que a la oficina. El resultado final es la profesionalización de la tarea de padres en un grado inaudito en la historia, y un golpe devastador para la confianza de los padres. Tal vez por eso algunos padres contratan ahora los servicios de asesores para que convenzan a sus hijos de comer verduras o usar el orinal, enseñen a ir en bicicleta a sus niños de cinco años y acompañen a comprar ropa a sus adolescentes. Y tal vez también por eso algunas familias organizan regularmente en torno a la mesa de la cocina reuniones de estilo empresarial para evaluar el rendimiento y los objetivos de largo alcance.

En comparación, ser padre en el sentido tradicional ha pasado a verse como algo de aficionados, de segunda fila, o simplemente de vagos. ¿Cómo puede competir el juego de tocar y parar en el patio con un campus de béisbol dirigido por entrenadores titulados? Cuando no hay fiesta de cumpleaños sin un mago profesional y alguien que pinte las caras, ¿puede uno quedarse con juegos infantiles tradicionales y un trozo de pastel? ¿Y quién puede leer Harry Potter y el cáliz de fuego tan bien como Jim Dale en los audiolibros? Tal vez sepamos en nuestro fuero interno que las mejores cosas de la vida no cuestan dinero, pero cuando todos los demás se lo están gastando para sacar más partido tal vez resulte difícil no seguir la corriente. El otro día me sorprendí planteándome la contratación de un entrenador para que enseñara a mis hijos a manejar un bate de críquet.

Al mismo tiempo, la presión exige hacer felices a los niños. La idea romántica de que la infancia debe ser una época de juegos fue transformándose paulatinamente en la creencia de que la felicidad era un derecho de nacimiento de todos los niños. Si hoy se pregunta a cualquier padre qué desea para su descendencia, «que sea feliz» suele estar en los primeros puestos. Una estrategia para lograrlo consiste en repetir a cada momento a los niños lo bonitos, listos y maravillosos que son. Otra, en comprarles cosas. Además de hacernos sentir bien o menos culpables, gastar es también una buena manera de evitar conflictos. Casi la mitad de los padres decimos hoy a los encuestadores que queremos ser «el mejor amigo de mi hijo», y nada arruina tanto una amistad como decir no. En un mundo acelerado y estresado, ¿por qué echar a perder un precioso tiempo familiar discutiendo si hay que comprar un Kit Kat expuesto al lado de la caja del supermercado? Es mucho más fácil, mucho más pacífico, ceder a las peticiones reiteradas. Lo sé porque lo hago, y muy á menudo. Todo viaje familiar en coche está jalonado de paradas para repostar patatas o caramelos o bebidas o lo que sea para conseguir algo de paz.

[...]

En esta última generación, el ansia de sacar lo máximo de nuestros hijos ha alcanzado su conclusión definitiva: ya no queremos sólo proporcionar la mejor infancia que el dinero pueda conseguir; también queremos vivirla. En un mundo donde la juventud es el Santo Grial, los adultos se comportan como Peter Pans actuales: leen Harry Potter, van en moto al trabajo, escuchan la banda 50 Cent en el iPod, permanecen en los bares hasta altas horas. Basta con ver cómo vamos vestidos. Mi padre no tuvo nunca sudadera ni vaqueros ni zapatillas deportivas: llevaba traje y corbata en el trabajo y camisa con cuello los festivos. Mi hijo y yo somos muy a menudo indistinguibles con nuestras bermudas, camisetas y zapatillas. He llegado a ponerme una gorra de béisbol al revés. Pasados los treinta. Sí, eran treinta y pocos, pero vaya, la brecha generacional ha sido sustituida por las marcas.

Esta desaparición de fronteras puede ser divertida para todos, pero al mismo tiempo deja a los jóvenes menos espacio para ser niños. Los parques destinados a practicar con el monopatín cerca de mi casa de Londres están repletos de hombres de más de veinte y treinta años, todos equipados con prendas de skaters aprobadas por Tony Hawk (famoso practicante de monopatín estadounidense) y exhiben todo tipo de destrezas con el monopatín. A los niños que se presentan con monopatines les hacen el vacío.

Cuando los adultos reclaman los símbolos de la infancia disminuyen las opciones de rebeldía. Las pruebas históricas indican que los niños crecen más sanos en sociedades que les conceden unos años para experimentar e incluso apartarse del buen camino. Pero ¿cómo puede rebelarse uno cuando papá se sabe al dedillo la lista de grandes éxitos y pone Kaiser Chiefs y Snow Patrol a un volumen tan alto que hace temblar la casa? ¿O cuando mamá se pone un piercing en el ombligo y va a clases de baile en barra? Hay dos soluciones. O bien se busca una forma más extrema de rebeldía, como las drogas, un desorden de la alimentación o practicarse cortes, o bien se prescinde de toda rebeldía: uno se conforma, se adapta al papel de Niño Dirigido y se convierte en otro ladrillo en el muro.

Debajo de esta fusión de las fronteras generacionales están la envidia y la nostalgia por las que a los adultos siempre les ha costado dejar en paz a los niños. Convencidos de que los jóvenes no aprovechan la juventud, nos arremangamos y nos ponemos a enseñarles cómo hay que hacerlo, o cómo querríamos haberlo hecho cuando nos tocaba. Por eso todas las culturas, todas las generaciones, han reimaginado la infancia para que responda a sus necesidades y prejuicios peculiares. Los espartanos ensalzaban al niño guerrero. Los romanos estimulaban el valor en los jóvenes. Los puritanos soñaban con niños devotos y obedientes. Los victorianos se cubrieron las espaldas, y al mismo tiempo que ensalzaban al niño fuerte y trabajador de los peores barrios, cargaron de sentimentalismo al niño inocente que permanecía en las casas de la clase media. Hoy hemos acabado enredados en un embrollo de contradicciones. Queremos que la infancia sea tanto un ensayo general para una edad adulta llena de éxitos como un jardín secreto repleto de alegría y libre de peligros. Les decimos a los niños que tienen que «crecer» y nos irritamos cuando lo hacen. Esperamos que cumplan nuestros sueños y que sin embargo, de algún modo, se mantengan fieles a sí mismos. El rasgo común es, por supuesto, que en ninguna época los niños han elegido su propia infancia. Los adultos han llevado siempre la voz cantante. —En realidad no se ha tratado nunca de los niños —dice George Rousseau—. Siempre se ha tratado de los adultos. Hoy parece tratarse de los adultos más que nunca. La pregunta es: ¿cómo podemos conseguir que la infancia trate más de los niños?

¿Qué puedes controlar?


La felicidad y la libertad comienzan con la clara comprensión de un principio: algunas cosas están bajo nuestro control y otras no. Sólo tras haber hecho frente a esta regla fundamental y haber aprendido a distinguir entre lo que podemos controlar y lo que no, serán posibles la tranquilidad interior y la eficacia exterior. (Epicteto, según Sharon Lebell, Epicteto, un manual de vida).

Lo cual anticipa la famosa "Oración de la Serenidad" del teólogo norteamericano Reinhold Niebuhr: "Dios, concédeme la serenidad para aceptar las cosas que no puedo cambiar, el valor para cambiar las cosas que puedo cambiar y la sabiduría para conocer la diferencia".

 
Epicteto 

martes, 1 de octubre de 2013

No sigáis al rebaño

Nada importa, pues, más que no seguir, como ovejas, al rebaño de los que nos preceden [...] Y ciertamente nada nos envuelve en mayores males que acomodarnos al rumor, persuadidos de que lo mejor es lo admitido por el asentimiento de muchos, tener por buenos los ejemplos numerosos y no vivir racionalmente, sino por imitación.

(Séneca, Sobre la felicidad).

Séneca

domingo, 29 de septiembre de 2013

Caballerosidad, II

Un caballero come sin llenar su vientre; escoge una morada sin exigir comodidad; es diligente en su trabajo y prudente en su hablar; busca la compañía de los virtuosos para corregir su propio proceder. De un hombre así puede decirse en verdad que tiene el deseo de aprender.

(Confucio, Analectas, 1.14).

Confucio (China, s. VI a C)

jueves, 26 de septiembre de 2013

Caballerosidad

1.1. El Maestro dijo: "¿No es una alegría aprender algo y luego ponerlo en práctica a su debido tiempo? ¿No es un placer tener amigos que vienen de lejos? ¿No es rasgo de un caballero no incomodarse cuando se ignoran sus méritos?"

1.8. El Maestro dijo: "Un caballero que carece de gravedad no tiene autoridad y lo que ha aprendido es superficial. Un caballero valora sobre todo la lealtad y la fidelidad; no se hace amigo de los que son moralmente inferiores a él. Cuando comete una falta no tiene reparos en corregirla."

Confucio, Analectas.

Confucio (China, s. VI a C)

miércoles, 25 de septiembre de 2013

El silencio

Confucio desconfiaba de la elocuencia; despreciaba a las personas muy habladoras y odiaba los juegos de palabras ingeniosos. Para él, parecía que la lengua afilada debía reflejar una mente superficial;  a medida que la reflexión se hace más profunda, se desarrolla el silencio. Confucio advirtió que su discípulo favorito solía decir tan poco que a veces los demás se habrían preguntado si no era necio.

Pierre Ryckmans
"Introducción" a las Analectas de Confucio.
Ed. Edaf.

Confucio (China, s. VI a C)

domingo, 22 de septiembre de 2013

Principio de incertidumbre de Montaigne

[...] puesto que las precauciones que pueden tomarse están llenas de inquietud e incertidumbre, vale más, con noble seguridad, prepararse para todo cuanto pueda acontecer, y obtener algún consuelo de no estar seguro de que ocurra.
Michel de Montaigne,
Ensayos, libro I, cap. XXIV: 
"Distintos resultados de una misma decisión".

jueves, 5 de septiembre de 2013

Libertad


¡Oh, libertad gran tesoro! porque no hay buena prisión, aunque fuese en grillos de oro”, clama Don Juan, personaje de La niña de plata, obra de Lope de Vega.

Dejemos por el momento a Don Juan y a Dorotea y comencemos distinguiendo dos conceptos ya clásicos de libertad popularizados por Isaiah Berlin en su famosa conferencia de la cátedra Chichele: la libertad negativa y la libertad positiva (se puede descargar la conferencia aquí).

Libertad negativa o “libertad de” es la que poseemos cuando nadie nos presenta trabas a nuestra acción. “Libertad de culto”, “libertad de cátedra”, “libertad de expresión”, “liberación de la mujer”, etc., tienen este sentido: nadie nos prohíbe la profesión de una determinada religión, o del modo de enseñar de un profesor o la expresión de nuestras opiniones (con algunas salvedades, como los insultos o injurias). La libertad negativa es la ausencia de impedimento por parte de otros hombres, pero no por parte de la naturaleza: no tiene sentido decir que no somos libres de volar como los pájaros, pues nuestra libertad depende de lo que podamos hacer sin impedimentos a partir de nuestra condición; si no tenemos alas no podemos volar. 

La libertad positiva o “libertad para” es la capacidad que tenemos “para” proponernos fines y realizarlos. Como ya se podrá imaginar ambos conceptos están íntimamente ligados (aunque no sean lo mismo): la libertad negativa sólo puede existir si existe la positiva; sólo nos daremos cuenta de que tenemos grilletes (ausencia de libertad negativa) si queremos e intentamos movernos (libertad positiva). Libertad positiva es un sinónimo de “voluntad libre” o “libre albedrío” (término sobre el cual ya hemos hablado en la pincelada sobre la voluntad), sin embargo y pese a las advertencias de los filósofos, tiende a confundirse con la voluntad individual o personal, sin distinguir si ésta es racional, autónoma. Es decir, se suele entender por libertad positiva aquella voluntad que se experimenta como propia, sin coacción externa, al margen de su racionalidad. 

Fue Kant el que mejor sistematizó la diferencia entre la voluntad racional y la que no lo es a través de los términos “voluntad autónoma” (racional) y “voluntad heterónoma” (la que procede de los apetitos, deseos, inclinaciones, o de otros individuos y normas sociales). Pero esta distinción queda borrada con el vitalismo e irracionalismo de Nietzsche y su “voluntad de poder”. Las reivindicaciones sociales de los 60, especialmente en el movimiento Hippie y en Mayo del 68, con su exaltación del deseo, lo que hicieron fue reclamar la libertad negativa que surgía de ese modo de entender la voluntad y la  libertad positiva, así que al final (siglo XXI) hemos llegado a un concepto de libertad similar al de “hacer lo que a uno le dé la gana”, lo que hasta hace poco se denominaba, en castellano, “libertinaje”. 

Ahora bien, ¿no existe un término medio entre la liberación completa del deseo, propugnada por los ascetas de todas las culturas antes que por Kant (aunque decir esto de Kant es decir demasiado) y el libertinaje nietzscheano? Pues parece que no, parece que se trata de un todo o nada, lo cual tampoco es preocupante si ese término medio lo situamos en el ámbito de la libertad negativa, es decir, en el “qué nos dejan hacer y qué no”. Desde este punto de vista John Stuart Mill en su ensayo “Sobre la Libertad” ya había previsto como poner coto a dicho libertinaje: desde su concepción utilitarista de la moral, la libertad positiva podría ser todo lo heterónoma o irracional que se quisiera mientras que su puesta en práctica no causara daño a ningún otro individuo; es aquel famoso “mi libertad termina donde empieza la de los demás”. 

Y aquí surge un problema: ¿qué se entiende por daño? Es evidente (al margen de relativismos absurdos) que la violación de una mujer es un daño para ella; también lo son el asesinato o los ataques físicos, pero si entramos en el terreno de la moral y las emociones, la distinción es más complicada:
  • Si dos personas homosexuales caminan juntas de la mano haciendo “ostentación” de su condición sexual, ¿pueden producir un daño moral a los ancianos? ¿Y a los niños? ¿Y si en vez de ser homosexuales son drogadictos?
  • Y si nos vamos de casa con la oposición de nuestra madre. ¿Podemos causarle un “daño emocional” que acabe en depresión?
  • Y si abandonamos a nuestra pareja por otra persona. ¿No le causaremos un daño emocional?

Todos estos, y muchos más, son ejemplos de ejercicio de la libertad que tienen repercusiones “dolorosas” sobre los otros. Pero, ¿existe algo así como un “daño moral”? ¿No estaremos mezclando cosas? ¿No sería, quizá, el daño moral a los niños sino un mal ejemplo? ¿No sería el daño moral a los ancianos sino mera indignación? ¿Acaso no existe diferencia entre dolor e indignación? Ahora bien, pongámonos en el ejemplo del abandono (de nuestra madre,  de nuestra pareja): ¿se trata de dolor o de indignación? Y si hay de ambos, ¿donde termina el dolor y empieza la indignación?

Todos estos son casos concretos en los que habría que estudiar los caracteres de las personas, los antecedentes de las relaciones, etc. Sobre todo los antecedentes, pues hemos estado obviando en el análisis la consideración del tiempo: el pasado. Cuando alguien siente como grilletes de hierro el peso de una relación y, desde diversas fuentes, se le anima a volar, no se está tomando en consideración a la otra parte, a la pareja. Por los motivos que fueran el oro se transformó en hierro. Pero mientras que los grillos fueron de oro no se sintió su peso. Y esos grillos tienen un nombre: compromiso. El compromiso es fruto de una decisión adoptada en el pasado. En La niña de plata Don Juan clama al cielo porque se ha dado cuenta de que estaba encadenado a Dorotea; sin embargo, sólo se da cuenta del peso de los grilletes cuando cree que ésta ama a don Enrique. Don Juan reivindica una libertad, la libertad de los deseos, frente a una supuesta cárcel que no era sino su propia libertad al haber asumido un compromiso. Don Juan cree roto el compromiso por parte de Dorotea y cede ante unos deseos que siempre han estado ahí.

Sin embargo el compromiso no es meramente el que surge en una pareja, los hay en todo tipo de relación personal, incluso tácitos. Si se rompe un compromiso por ambas partes no hay problema, pero si se realiza unilateralmente se causa un daño a la otra parte. Asumir un compromiso es un ejercicio de libertad, mas ¿en nombre de qué otra libertad tenemos el derecho de romperlo? Si la voluntad es autónoma el compromiso se mantiene, pues se trata de una norma que nos hemos dado a nosotros mismos, pero si la voluntad es heterónoma y se ve afectada por, digamos, los deseos sexuales hacia otras personas, el compromiso se sentirá como una cadena. ¿Cómo somos más libres? ¿Manteniendo el compromiso o rompiéndolo en busca de nuevas aventuras? Si somos kantianos diremos que manteniéndolo, si somos vitalistas o biologicistas diremos que haciendo caso a nuestras bajas pasiones, pues son imperativos animales.

Desde la idea de libertad positiva un kantiano busca liberarse de las pasiones, instintos y deseos; un biologicista, vitalista o  freudiano buscará liberarse de las normas sociales y prejuicios que constriñen al deseo. Ahora bien, ¿quién tiene más probabilidades de éxito habida cuenta de los impedimentos? ¿El que se rige por la pura racionalidad o el que está a merced de los deseos?

El problema de regirse por las pasiones es que son causa de infelicidad, ya que o bien no se consigue su objeto por impedimentos externos, o bien, una vez conseguido deja de ser deseado y se busca un nuevo objeto, es decir, siempre estamos en la búsqueda de satisfacción, siempre estamos insatisfechos. Por eso muchas enseñanzas orientales (budismo, zen…) y algunas occidentales (estoicismo) tratan de la liberación de las cadenas del deseo.

Pero regirse por la mera razón tampoco es fácil, pues no sólo existen impedimentos externos (instituciones, normas y personas que se comportan irracionalmente), sino también internos (según los más recientes estudios en neuro-psicología es sencillamente imposible comportarse de modo puramente racional, pues todo tiene un componente emocional).

¿Qué nos queda entonces?

Decíamos en la pincelada sobre la voluntad antes mencionada que la libertad es indisociable de la responsabilidad, lo cual suele entenderse como que uno es responsable porque es libre. Pero, ¿y si fuera al contrario? ¿Y si nos considerásemos libres porque somos responsables? Suele también considerarse la responsabilidad como la asunción de las consecuencias de nuestros actos porque conocemos dichas consecuencias: según la RAE, la responsabilidad es, en su cuarta acepción, la “capacidad existente en todo sujeto activo de derecho para reconocer y aceptar las consecuencias de un hecho realizado libremente”. Re-conocer es volver a conocer, es decir, saber de antemano lo que ocurrirá o puede ocurrir con la realización del hecho. Se supone que todo sujeto activo de derecho posee esta capacidad, por eso (también se supone) los niños, disminuidos psíquicos, etc. no son sujetos activos de derecho; lo cual es mucho suponer en ambos casos.

Lo que ocurre es que se está cometiendo la falacia lógica de la afirmación del consecuente: por definición, si conocemos las implicaciones de nuestros actos somos responsables; somos responsables (pues así lo consideran las leyes y la sociedad) luego conocemos las consecuencias, luego somos libres (he aquí la falacia, porque conocer las consecuencias es algo que habría que demostrar en la realidad, por muy difícil que sea, y no en el discurso). En realidad poco importa que seamos libres o no, que conozcamos las consecuencias o no; lo que importa socialmente es asumir las consecuencias: en un ataque de ira hemos herido a otra persona; no éramos libres, “estábamos poseídos”, pero hemos de pagar por ello, porque somos responsables, sobre todo responsables de aplacar nuestra ira, igual que responsables de coger un vehículo motorizado por muy borracho que se esté (y si cuando estamos borrachos o drogados no sabemos lo que hacemos somos responsables de habernos emborrachado).

La cuestión entonces es que quizá la libertad positiva no exista como tal, quizá sólo sea una idea práctica, necesaria para poder llevar a cabo procesos judiciales y, antes de ello, salvaguardar la idea de pecado en la Edad Media, pues sólo puede pecar aquel que sea consciente de que está yendo contra la voluntad de Dios y, por lo tanto, a sabiendas de las consecuencias que ello tiene. Lo importante, entonces, no es que exista libertad o deje de existir, sino que exista responsabilidad, una responsabilidad asumida o no por el individuo, pero asignada a él por la sociedad. Uno es moral y jurídicamente responsable de sus actos, conozca o no las consecuencias de los mismos, pues en función de su condición se le presupondrá dicho conocimiento.

Esto significa que antes de actuar hemos de pensar en las consecuencias de nuestros actos para ver si merece la pena o no realizarlos, para calibrar la bondad de los mismos, etc. Una vez hecho esto podemos decidir y tal decisión podrá ser denominada "libre". ¿Significa esto que un acto realizado sin pensar es menos libre? Puede que no, pues puede ser considerado como una consecuencia de la decisión de no pensar en las implicaciones de tal acto. 

Esto a su vez tiene otra consecuencia lógica: que se puede ser perfectamente libre cediendo a los deseos (siempre y cuando pensásemos en las consecuencias antes de ceder), lo cual entraría en contradicción con lo dicho en la pincelada sobre la voluntad, en la cual decíamos que se es más libre cuanto más tiempo se matenga una línea de acción contra viento y marea, lo cual también habría de ser matizado, porque podemos confundirlo con la obstinación. Mantener una línea de acción es llevar a cabo una serie de actos a lo largo del tiempo. Pero en ese tiempo las circunstancias han podido cambiar y las consecuencias de tales actos resultar perjudiciales; así pues también deberíamos reflexionar antes de actuar dentro de una determinada línea. Aún así la cuestión sigue pendiente: ¿es menos libre el que rompe un compromiso conociendo las consecuencias e implicaciones éticas de la ruptura y asumiendo su responsabilidad que el que lo mantiene, también conociendo sus consecuencias e implicaciones? 

Desde luego, a tenor de lo dicho parece que no, parece que ambos son igual de libres. Otra cuestión es que uno tenga más fuerza de voluntad que otro para mantener su palabra o que sea mejor persona por mantenerla, más responsable (en el uso coloquial que se le da a esta palabra), etc. El dilema, al final se resuelve tomando en consideración otras ideas prácticas (la moral, la fuerza de voluntad, la responsabilidad...) y no exclusivamente la idea de libertad, idea que consta de múltiples sentidos, connotaciones, conceptos, etc.

Para la cuestión que nos traíamos entre manos, entonces, la pregunta no sólo sería ¿cómo soy más libre?, sino además ¿cómo soy mejor persona? ¿Cómo soy más fuerte? ¿Cómo soy más responsable? 

Shaw constriñendo la libertad de un gato

La libertad supone responsabilidad. Por eso la mayor parte de los hombres la temen tanto (George Bernard Shaw, escritor irlandés).

lunes, 26 de agosto de 2013

La costumbre

Es en verdad la costumbre violenta y traidora maestra de escuela. Poco a poco, a la chita callando, nos pone encima la bota de su autoridad; mas con este suave y humilde principio, al haberla plantado y asentado con la ayuda del tiempo, nos descubre de pronto un furioso y tiránico rostro, contra el que ya no tenemos ni siquiera la posibilidad de alzar los ojos.

Michel de Montaigne,
Ensayos, libro I, cap. XXIII: 
"De la costumbre y de cómo no se cambia fácilmente una ley recibida".

jueves, 15 de agosto de 2013

Iluminación (II)

Por su interés reproduzco unos comentarios particulares que me ha hecho Miguel Ángel Vázquez Villagrasa al hilo de la pincelada sobre la iluminación:

Se me ha ocurrido que quizá sea de tu interés la obra de Idries Shah. Toda, pero un lugar por donde empezar podría ser su obra sobre "Los Sufís", prologada y escrita a petición de Robert Graves. La importancia de dicha obra -y las demás- trasciende por completo la temática "sufí", dado que explica o permite asomarse a muchas cuestiones tratadas de soslayo, o muy superficialmente, por la Historia de la Filosofía, e incluso por ciertas Filosofías. Aunque la sola lectura -o el "estudio"- de su obra no otorga autoridad alguna para hablar sobre ciertos temas, sí permite por lo menos una cierta agudización sobre el uso de diversos materiales: sobre todo, que uno, desde la situación de la que parte, no puede "agotar" su significado al modo de "esto quiere decir esto" o "esto en realidad significa esto otro". Esto no es, por cierto, ninguna "crítica", simplemente creo que su lectura podría beneficiar de algún modo.

Por cierto que el cuadro de Friedrich usado en el blog también podría apuntar a algo más. Aunque no haya guía ni promesa de iluminación o comprensión final, sí sugiere la existencia de algún lugar desde el que se ve por encima de las nubes (de la confusión, por ejemplo): la comprensión, la iluminación. La comprensión, por ejemplo, de que no existen los días nublados en sí, sino zonas encapotadas bajo ciertas circunstancias, a ciertas altitudes, etc., ya que por encima de ellas... Siempre hace sol.

domingo, 11 de agosto de 2013

La iluminación

No, no vamos a tratar de la iluminación de nuestro puesto de trabajo, aunque pudiera parecerlo tras haber escrito últimamente un artículo sobre prevención de riesgos. Vamos a hablar de la Iluminación con mayúsculas, es decir, de la iluminación espiritual o, un poco más humildemente, iluminación conceptual.

La literatura, el cine, la propia Historia, las religiones y los libros de autoayuda están llenos de historias sobre personajes que alcanzan la Iluminación, de los cuales el más importante e influyente es Buda, nombre que significa, precisamente “el iluminado”. Y lo característico de los personajes que alcanzan o son tocados por la luz, como Pablo de Tarso, independientemente del medio o del proceso por el que lo alcanzan, es que cambian radicalmente de vida.

En la vida real también se producen este tipo de “iluminaciones”: gente que deja su vida anterior para llevar otro modo de vida, ya sea por motivos médicos, políticos, religiosos, espirituales, éticos... Son pocos, ciertamente, pero es que por definición alcanzar la iluminación es una tarea ardua: dice Sánchez Ferlosio que no se puede “llegar a la mística sin pasar por la ascética”.

Sin embargo, en un terreno más mundano todos hemos experimentado en algún momento alguna iluminación, una iluminación que no necesariamente tiene que conllevar un cambio de vida radical, sino un pequeño cambio en nuestras costumbres, o ni siquiera eso, ya que puede ser simplemente una mera iluminación conceptual, es decir, llegar a entender algo, lo que Descartes denomina una “idea clara y distinta”, esto es, un concepto que se comprende desde todos sus puntos de vista y que no se confunde con ningún otro... O eso creemos, porque la luz, del mismo modo que ilumina también puede cegar, y entonces no distinguimos nada.

Desde el punto de vista de la filosofía práctica nos interesaría estudiar esa iluminación que permite cambiar de vida o simplemente de hábitos. ¿En qué consiste la iluminación? “Simplemente” consiste en la contemplación de la Verdad (si es que llegase a existir esa verdad con mayúsculas) o de alguna verdad; o de lo que el iluminado considera como verdad (que esa es otra); una verdad que al ser comprendida no deja opción a actuar de otro modo que no sea conforme a ella.

Y sin embargo todos sabemos lo difícil que resulta cambiar de hábitos por mucho que hayamos descubierto la verdad. ¿O acaso piensa algún fumador que el tabaco no le deja los pulmones como un bidón de alquitrán? ¿Piensan que son falsas las imágenes que incluyen las “autoridades sanitarias”? ¿Dejan por ello de fumar? Claro que muchos pensarán que si no cambiamos es porque lo que hemos descubierto no es la verdad, ya que por definición una verdad práctica conllevaría la actuación en conformidad.

Tendemos a pensar que todos nuestros actos, hábitos y actitudes tienen una base racional, es decir, que están justificados por alguna creencia más o menos racional, tendencia que asimismo está justificada teóricamente por muchas filosofías y prácticamente porque cuando se le pregunta a una persona por el porqué de sus actos suele darnos una razón más o menos convincente (una razón con la que podemos estar o no de acuerdo). Algunas personas sin embargo, suelen dar por respuesta un “no sé”, o un “siempre lo he hecho así”, o un  “yo soy así”; y ojo,  porque puede que sean estas las que más razón lleven, aunque tal respuesta no nos guste nada

Uno es consciente de las razones de sus actos cuando estos son únicos o cuando se está intentando generar un hábito, pero una vez generado la razón puede perderse “en el origen de los tiempos” y el hábito puede irse modificando imperceptiblemente hasta que queda irreconocible. Es entonces cuando al preguntarnos por su base racional podemos decir cualquier cosa (normalmente cosas con sentido y razonables), porque en realidad lo que ocurre es que se ha establecido una ruta (rutina) neuroendocrina que nos ahorra muchos esfuerzos.

Cuando alguna idea nos ilumina y pensamos en, o decidimos, cambiar de hábitos chocamos contra un muro. No decimos que sea imposible saltarlo o atravesarlo, decimos que el muro es alto y grueso. Lo es por las razones antedichas, internas al sujeto, pero también por razones exteriores a él; y es que una rutina se realiza en un determinado entorno y con unos medios determinados. Es difícil cambiar de rutina si no cambia el entorno. Por eso a veces lo que denominamos un cambio radical en la vida consiste entre otras cosas en un cambio de residencia, de trabajo y de amistades. El problema de los drogodependientes, aparte de la adicción física, son los hábitos creados en su entorno; y es la continuidad en ese entorno lo que hace que recaigan una y otra vez.

Ahora bien, cuando queremos simplemente cambiar un hábito como dejar de fumar, comer más sano o hacer más deporte, no necesariamente hemos de cambiar de barrio y de amigos, y por eso también resulta tan difícil y hemos de volcarnos en ello con toda nuestra fuerza de voluntad y todas las técnicas de automodificación de la conducta a nuestro alcance. La “iluminación” produce el empuje inicial, genera una cantidad de movimiento, pero frente a la deceleración que producen los obstáculos es necesaria una fuerza constante que mantenga la velocidad.

El asesoramiento filosófico tradicional puede hacer presente al sujeto las contradicciones entre sus principios o entre éstos y su forma de obrar, puede iluminarlo, pero eso no siempre basta para cambiar de conducta, de ahí que se necesite un proceso de coaching (o auto-coaching) en el que siempre se tengan presentes las razones del cambio y los objetivos a conseguir. Por ello tampoco es irrelevante que entre las escuelas de filosofía práctica, filosofía para la vida, se encontraran auténticas sectas cerradas, como el Jardín de Epicuro, donde el iluminado podía apartarse del entorno social y llevar una vida acorde a las enseñanzas del maestro.

Ciertamente todo esto poco tiene que ver con el concepto oriental o místico de iluminación, donde el iluminado ya no necesita pertenecer a una secta o a una escuela porque ha alcanzado la sabiduría plena, de hecho no necesita siquiera cambiar de hábitos:

Cuando el Maestro de Zen alcanzó la iluminación, escribió lo siguiente para celebrarlo:

«¡Oh, prodigio maravilloso: Puedo cortar madera y sacar agua del pozo!».

[...] Una vez alcanzada la iluminación, en realidad no cambia nada. Todo sigue siendo igual. Lo que ocurre es que entonces el corazón se llena de asombro. [...] La vida no prosigue de manera
diferente. Puede uno ser tan variable o tan ecuánime, tan prudente o tan alocado como antes. Pero sí existe una diferencia importante: ahora puede uno ver todas las cosas de diferente modo. Está uno como más distanciado de todo ello. Y el corazón se llena de asombro.

Esta es la esencia de la contemplación: la capacidad de asombro. [...] el contemplativo iluminado sigue cortando madera y sacando agua del  pozo.  [...] Y ésta es prerrogativa del niño, que con tanta frecuencia se asombra. Por eso se encuentra tan a sus anchas en el Reino de los Cielos.

Anthony de Mello, El Canto del Pájaro.

Sin embargo, para nosotros los occidentales, alcanzar la sabiduría es alcanzar un nuevo modo de vida. Y para los que nos dedicamos a la filosofía práctica el saber es un saber hacer, un hacer bien y un hacer el bien. La mera contemplación es un lujo o, como mucho, un estadio previo a la acción: contemplamos el mundo y nos contemplamos a nosotros mismos para cambiarlo y cambiarnos.

De todos modos siempre podremos contemplarnos en nuestras actividades de cambio y asombrarnos de ello.

lunes, 29 de julio de 2013

Atención, costumbre y prevención de riesgos

El siguiente artículo es una larga respuesta a esta pregunta de José Javier Pedrosa Laplana:

… Leyendo tu texto sobre la asunción del riesgo, me hace pensar en la percepción del riesgo, punto crítico de la Prevención de Riesgos Laborales, ámbito en el que trabajo.

Si, como bien indicas, no somos conscientes de las maravillas que nos rodean tampoco valoraremos bien las posibilidades de riesgo en general. Asumirlo a veces está condicionado por esa percepción que, aunque se haga presente en avisos y campañas, nos lleva a pasarla por alto como muy poco probable.

¿Cómo gestionar la idea de que a mí no me va a pasar eso para prevenir frente al riesgo
sin ser aprensivos y sin asustar al personal?
______________

Respuesta:

Si no somos conscientes de las maravillas de nuestro entorno o del riesgo que conlleva nuestra actividad quizá sea porque no ponemos la suficiente atención en aquello que nos rodea o en aquello que hacemos. Probablemente percibir el riesgo sea algo más complicado porque no siempre está al alcance de la vista (no siempre estamos a más de veinte metros de altura sin barandilla,  viajamos a más de 140 km/h o nos situamos bajo una carga de varios cientos de kilos).

Y esta falta de atención es debida por un lado a la costumbre (lo cotidiano deja de llamarnos la atención) y por otro a que la atención está puesta en otro sitio: si no nos llama la atención el sonido y los reflejos intermitentes de las hojas de los árboles mecidas por el viento es o bien porque vivimos en una zona donde siempre hace viento y ya hemos visto muchas veces moverse las hojas, o bien porque vamos enfrascados en una conversación con otra persona (o con nosotros mismos), o ambas cosas a la vez.

Seguramente ambas cosas a la vez, pues ambos conceptos, atención y costumbre perceptiva, están íntimamente ligados por la relación entre figura y fondo de la psicología de la gestalt: aquello en lo que ponemos la atención es la figura, el resto es el fondo. Estoy escribiendo esto en un ordenador portátil; al lado del ordenador hay dos botellas de agua y un teléfono; por detrás del portátil, la ventana; mi atención está puesta en la pantalla, el resto es un poco borroso. La atención en el ordenador nos hace “despreciar” las imágenes de las botellas, del teléfono o de lo que ocurre en la calle en aras de la finalidad productiva (escribir este artículo). Y, sin embargo, tanto las botellas como el teléfono, y no digamos la calle, están plagados de pequeñas maravillas a las que no concedemos importancia: podría pasarme la mañana observando el cable del teléfono, sus reflejos, la forma que presenta sobre la mesa, las cuatro interrupciones en la continuidad de la espiral y su porqué, las sombras... Pero entonces la figura sería el cable del teléfono y el portátil pasaría a formar parte del fondo, junto con las botellas. Y no escribiría este artículo. Podríamos afianzar cada paso que damos en una arista de nieve, pues el peligro está en cualquier parte, pero entonces no llegaríamos nunca a nuestro destino.

Estamos acostumbrados a fijar la atención en unas cosas y no en otras. Fijamos la atención en aquello que requiere más esfuerzo, hasta que nos acostumbramos. Es una cuestión de economía del cerebro, pues prestar atención gasta energía. ¿Acaso no nos cuesta mucho aprender a conducir? Para aprender a conducir hay que prestar atención a lo que hace cada pie y cada mano, a los coches de delante, de detrás y de al lado. Afortunadamente nos acostumbramos kinestésicamente a manejar el vehículo; desafortunadamente nos acostumbramos perceptivamente a conducir por la calle sin prestar excesiva atención al entorno.

Pero es que el riesgo no se percibe como se percibe una flor o el cable del teléfono. Al niño que sale de entre dos coches aparcados, cuando se le percibe puede ser demasiado tarde; hay que imaginárselo y en virtud de ello reducir la velocidad. Pero, nunca nos ha salido un niño, ¿verdad? Además los niños ya no juegan en la calle. El riesgo hay que imaginarlo.

Ahora bien, cuando conducimos rápido por una calle, ¿lo hacemos porque creemos que ya no juegan niños en la calle? ¿Porque es poco probable que aparezca un niño? ¿Porque creemos que nunca nos va a pasar eso (atropellar a alguien)? ¿O lo hacemos por costumbre, porque siempre conducimos rápido? ¿Qué es lo que contesta la gente en las encuestas cuando se le hace este tipo de preguntas? Probablemente intenten racionalizar sus comportamientos y nunca den la última respuesta.

Tendemos a pensar, probablemente debido a la influencia del racionalismo filosófico, del cognitivismo psicológico y de las encuestas, que todas nuestras acciones están motivadas o sustentadas por ciertas ideas sobre cómo es el mundo, el hombre, nuestros allegados y nosotros mismos. Pero pensando así puede que estemos confundiendo la génesis (de una actitud o de un comportamiento) con la base de la estructura (de tal actitud o comportamiento): las ideas sobre las personas y las cosas están en la génesis de los comportamientos, es decir, en las fases del aprendizaje, pero no necesariamente en su estructura, es decir, en el cómo funciona ese comportamiento. Y funcionan a través de la costumbre, es decir, de circuitos neurológicos configurados a lo largo del tiempo. Por eso nos cuesta tanto modificar nuestras actitudes y costumbres; por eso no basta (lo digo siempre) reconocer la causa de algo para que desaparezca su efecto (como ingenuamente pretendía el psicoanálisis en sus comienzos).

Y ya que estamos con ejemplos de automoción vayamos con otra de coches. Recientemente he visto la película “Crash” (gracias por ponerla, Gema), que no había visto en su momento. “Crash” hace referencia al “choque” de razas en los Estados Unidos, choque racial cuya metáfora es el choque entre vehículos. Sin embargo la metáfora va más allá del racismo trascendiendo (o descendiendo de) la esfera social y situándose en la personal: prácticamente todos los personajes que intervienen en la película sufren un giro en su personalidad, en sus actitudes y comportamientos; y lo hacen a partir de un tipo u otro de choque (automovilístico, accidente casero, agresión violenta, etc). Es el choque violento lo que les saca de sí, de sus costumbres, de sus actitudes hacia los otros.

Es el accidente real (o el “casi”) en carne propia lo que nos hace percibir mejor el riesgo y protegernos contra él. En su defecto está el accidente vicario, pero si basamos las campañas de Prevención de Riesgos en los accidentes habidos se nos acusará de querer asustar al personal. Pues sí, ciertamente, pero es que las imágenes causan una impresión emocional mucho mayor que las meras palabras o dibujos: no es lo mismo decir “ponte el arnés cuando estés en el andamio”, o un dibujo con un Mario Bros cayendo al vacío, que la imagen de un obrero ensartado en la ferralla.

Ahora bien, no creo que una política de prevención de riesgos o accidentes pueda basarse exclusivamente en este tipo de campañas, pues ver continuamente imágenes de accidentes también nos inmuniza, es decir, nos acostumbramos. Y esto lo saben perfectamente los que realizan las campañas contra accidentes de la Dirección General de Tráfico en España: en sus campañas de vacaciones no siempre sacan imágenes sangrientas o de impactos, muchas veces apelan a lo positivo que hay en estar vivo y ver a la familia, los amigos, etc.

Por supuesto estas campañas de concienciación van acompañadas de campañas de vigilancia y sanción, término que si bien es posible llevarlo a cabo en las carreteras, es mucho más difícil llevarlo a cabo en el ámbito laboral (aunque hay sectores como la construcción en los que ya se viene aplicando) y más aún en el laboral de oficinas con cuestiones como la higiene postural.

Creo que toda campaña de prevención de riesgos debe ser continua, permanente, pero cambiante en sus contenidos y formas (para no inmunizarnos contra el mensaje): si colgamos un cartel podemos cambiarlo de sitio cada cierto tiempo o podemos cambiar de cartel. Podemos utilizar el mailing; podemos utilizar sistemas de premios y castigos simbólicos para los que cumplan o no con las recomendaciones; avisos aleatorios en la intranet... Las políticas de prevención deben ser constantes porque lo que necesitamos es convertir en costumbre aquello que no estamos acostumbrados a hacer; y deben ser cambiantes para que al prestar atención sobre ellas nos vayan calando poco a poco y las vayamos poniendo en práctica.

Hay que convertir en costumbre los comportamientos preventivos y hay que evitar que la costumbre nos lleve a un exceso de confianza despreciando los posibles riesgos. Pero, claro, son costumbres distintas.

jueves, 25 de julio de 2013

Felicidad V

Los hombres, por mucho que les sonría la fortuna, no pueden decirse felices hasta que haya transcurrido el último día de su existencia, a causa de la inseguridad y volubilidad de las cosas humanas, que con ligero movimiento pasan de un estado a otro muy distinto.

Michel de Montaigne
Ensayos, libro I, cap. XIX:
"No se ha de juzgar nuestro destino hasta después de la muerte"

Considerada desde el punto de vista de nuestra pincelada sobre la felicidad, esta cita de Montaigne nos hace preguntarnos, de un modo más genérico, si un único acto (temblar de miedo ante la inminente muerte, por ejemplo) anula el valor de toda una vida (de valentía y felicidad, por seguir con el ejemplo anterior).

Michel de Montaigne

jueves, 18 de julio de 2013

Júzguense nuestros actos por la intención

No podemos ir más allá de nuestras fuerzas ni de nuestros medios. Y por esto, porque no depende por entero de nosotros ni el resultado ni el cumplimiento, y sólo la voluntad depende verdaderamente de nosotros, fúndanse en ella y establécense necesariamente todas las normas del deber del hombre.

Michel de Montaigne
Ensayos, libro I, cap. VII: "Júzguense nuestros actos por la intención"

miércoles, 10 de julio de 2013

El perdón

Quien se conoce a sí mismo y comprende sus defectos le es más fácil perdonar aquellos que son ajenos. (Pietro Metastasio)

¿Cuántas veces hemos sufrido las consecuencias de no perdonar a alguien o de no saber perdonarnos a nosotros mismos? En el primer caso habremos perdido una amistad, por ejemplo, en el segundo la oportunidad de llevar a cabo un proyecto; todo ello con el sufrimiento que nos acarrea. Analicemos el perdón a través de dos ejes: el social (yo-otros) y el material (yo-cosas), y en cada uno de ellos consideremos dos aspectos: ser sujeto y/o ser objeto de perdón.


I.- Pedir perdón a los otros (ser objetos de perdón)

Cuando hemos cometido un error para con otra persona y no ha habido intención de hacerla daño o, incluso habiendo intención, hay arrepentimiento. ¿Por qué no somos capaces de pedir perdón? ¿Acaso es que no sabemos? ¿O es que no queremos? ¿Será acaso que nos cuesta reconocer nuestros errores? Probablemente sea así; anclados como estamos a nuestro ego y cegados por él, pensamos que todo lo que hacemos lo hacemos bien o lo hacemos porque "nosotros lo valemos", simplemente, sin pensar en los demás. Sólo cuando chocamos contra otro ego nos damos cuenta de nuestro error y ello cuando estamos acostumbrados a utilizar la cabeza antes que las manos o la boca. El choque con otra persona nos saca de nuestro ensimismamiento o egocentrismo porque nos afecta, es decir, de algún modo nos hiere porque nos ha devuelto un golpe (que a veces ni sabíamos que habíamos dado).

1.- Es entonces cuando comienza el primero de los pasos que puede llevar al perdón: el examen de conciencia. Eso que hemos dicho o hecho, o que nos dicen que hemos hecho, ¿está bien?, ¿está mal?, ¿ha sido intencionado? ¿lleva razón el otro? Nos hemos reído de otra persona y ésta se ha enfadado y nos lo recrimina; su enfado nos afecta y comenzamos (o deberíamos comenzar) a pensar en por qué nos hemos reído y por qué puede haberle sentado mal; si lleva razón al sentirse así, etc.

De todos modos, para estar más seguros de aquello que ha podido ocurrir, dado que no estamos dentro de la cabeza de las otras personas y a muchos nos cuesta empatizar con los otros, el mejor examen es entablar una conversación con el otro, simplemente para conocer las causas de su malestar con nosotros; después ya estudiaremos el asunto con más detenimiento, aunque por lo general en estos casos se nos exigirá una respuesta inmediata.

El mero hecho de pararse a pensar sobre esto ya supone un cierto talante propicio para el resto del proceso, un proceso semejante al de la confesión católica, cuya estructuración no es sino fruto del sentido común:

2.- Dolor de los pecados: el reconocimiento del error produce en nosotros una segunda emoción o afección que nos debería llevar a hacer algo para evitarla, nos debería llevar a reparar el error. Esa risa ha sido una risa inoportuna, hemos herido a otra persona y eso también nos duele. Y si no nos duele es que todavía no hemos salido de nuestro ego.

3.- Propósito de enmienda: ¿Cuántas veces no hemos hecho nada para enmendar nuestras faltas y el sentimiento de culpa reaparece cada vez que rememoramos el error? Es necesario corregirlo. ¿Qué podríamos hacer para que la persona dejase de sentirse herida? Pero, ¿y si a pesar del "dolor" no estuviéramos dispuestos a enmendarlo? ¿habríamos salido de nosotros mismos?

4.- Decir los pecados al confesor (aunque en este caso laico el confesor sea la persona ofendida o agredida), es decir, pedir perdón al otro. Quizá sea éste el paso más difícil, pero es necesario darlo, es necesario que la otra persona sepa que estamos arrepentidos para que nos pueda perdonar.

5.- Cumplir la penitencia, una penitencia que, seguramente, la otra persona no nos impondrá, sino que nos impondremos nosotros mismos y que las más de las veces no necesitará ir más allá de la sincera y efectiva enmienda que nos habíamos propuesto. Es decir, la enmienda real conlleva dos momentos: la restitución o retribución del daño causado (cosa que no siempre es posible) y la no repetición del daño, no volver a cometer un daño similar. En el caso de que sea posible, la restauración del daño no conlleva una gran dificultad para el arrepentido, pero otra cosa es poder evitar un nuevo daño, ya que los errores y los daños causados son producto de un tipo de comportamientos o actitudes que desplegamos por costumbre. Y es muy difícil modificar las costumbres, aunque no imposible, pues requiere de un alto grado de vigilancia interior y de voluntad exterior.

Quizá algunos piensen que este paralelismo con la confesión y el perdón católicos nos habilita para "pecar" continuamente contra el otro, pues el otro nos perdonará; pero aquí no hemos dicho nada de que exista un paralelismo con la infinita misericordia divina. Pedir perdón es rectificar y rectificar es de sabios... Pero no demasiadas veces.

Recapitulemos, entonces, las ideas que subyacen al concepto práctico (no teológico ni espiritualista) de perdón:
  • Una de las ideas que subyacen al concepto de perdón es que la esencia humana o el carácter humano son perfectibles, mejorables, que nadie es malo "por naturaleza" o para siempre, pero claro, eso hay que demostrarlo y la cantidad de oportunidades para ello no es ilimitada, pues ante todo prima, o debería primar, una necesidad práctica.
  • Otra de las ideas asociadas al perdón es la de "justicia retributiva" o reparación del daño causado que siempre debe ir antes de la transformación del causante del daño. A veces no será posible restaurar el daño y se exigirá por parte del damnificado (o se ofrecerá por parte del causante) una compensación proporcional al daño. Esto por lo que toca al plano de las relaciones personales entre causante y damnificado, que no incluye, aunque se ve afectado por, la justicia retributiva en el plano social, es decir, que si el daño es tal que constituye un delito debe intervenir la Justicia (con mayúsculas), la Ley. Lo que no se debe hacer, en ningún caso, es confundir la reparación del daño con la venganza que, aunque sea difícil de definir y de establecer los límites, podríamos decir que se trata de una respuesta desproporcionada por parte del damnificado o contra la ley.
  • Ahora bien, otra idea que subyace tanto a la idea de perdón como a la de justicia retributiva (en el plano de las relaciones personales) es la de arrepentimiento. El arrepentido busca reparar el daño y enmendarse para no volver a cometer un daño similar y ello porque el daño cometido le causa un dolor moral, un sentimiento de culpa. 

II.- Perdonar a los otros (ser sujetos de perdón)

El proceso anterior, sobre todo el primer movimiento, el examen (el conocimiento de los propios defectos) nos debería poner en disposición (como dice el poeta Metastasio) para perdonar los pecados y defectos de los demás, siempre teniendo en cuenta que no somos dioses y quizá no nos sea posible (a veces ni siquiera deseable) perdonarlo todo.

Ninguno de nosotros somos perfectos y, por lo tanto, deberíamos perdonar al menos todos aquellos fallos que nosotros mismos cometemos, pero para eso debemos conocer dichos fallos, debemos estudiarnos, disminuir la intensidad de la luz de nuestro ego, esa que nos ciega, para llegar a ver dentro.

Podemos incluso ir más allá y perdonar otras cosas, otros pecados que nosotros mismos no nos atreveríamos a cometer. Pero no nos engañemos, nuestro perdón no es infinito y a veces ni siquiera es bueno que al pecador se le perdonen sus pecados reiterados, porque la reiteración es signo de una incapacidad para enmendarse o de una falta de arrepentimiento (o de ambas cosas).

Perdonar no supone olvidar. "Perdono, pero no olvido" no es una sentencia contradictoria, es la concesión de una segunda oportunidad a la otra persona, incluso de una tercera o cuarta, pero no infinitamente. Porque perdonar permite eliminar el resentimiento contra el otro, el rencor, permite superar un sentimiento negativo de un hecho pasado y ello es necesario para alcanzar la felicidad, pero estar sufriendo continuamente los agravios del otro tampoco es el mejor camino para llegar hasta ella.

Por ello el perdón, en un plano práctico y no meramente subjetivista, requiere del sujeto y del objeto, del que otorga el perdón y del que lo pide (el arrepentido). Porque tal y como hemos visto, aunque en el plano subjetivo el perdón otorgado elimine el resentimiento, si se le otorga al causante no arrepentido, nada nos garantiza que no nos vuelva a causar daño. Y por lo tanto, ante la ausencia de arrepentimiento, nos es difícil distinguir entre venganza y prevención. Cierto es que en caso contrario lo único que nos lo garantiza es la palabra del arrepentido, pero es que el perdón es eso: dar una nueva oportunidad. Dependerá luego de cada uno establecer los límites de la reincidencia en la que es posible perdonar.

Y como tampoco queremos ser Cristo en la cruz diciendo aquello de "Padre, perdónales porque no saben lo que hacen", queremos que los otros sepan del daño que nos han hecho, para lo cual hay que establecer un diálogo en el que se les diga que nos han herido, un diálogo que les dé la oportunidad de arrepentirse o de hacernos ver que no teníamos razones para sentirnos heridos. Sin embargo, al respecto y en el orden de la prudencia práctica también hay otra cuestión a considerar: el modo y el tiempo en el que se le hace saber al otro que le hemos perdonado; si se trata de un suceso que ocurrió "tiempo ha" quizá no sea prudente la comunicación del perdón; lo mejor es hacerlo cuanto antes; y por lo que toca al modo, hay que hacerlo de tal manera que la otra persona no sienta que nos creemos superiores por perdonarla; no hay que dar la impresión de un "ego te absolvo". 


III.- Perdonarnos a nosotros mismos

Cuando el daño cometido por nuestro error es sólo contra nosotros mismos (un daño que siempre está mediado por cosas u objetos, no por personas) el sujeto y el objeto del perdón somos nosotros mismos. Nosotros mismos hemos de convertirnos en policías, jueces y jurados de nuestros actos, costumbres y actitudes. Nosotros somos al mismo tiempo pecadores y confesores.

Llevar a cabo un proyecto empresarial o personal (una carrera universitaria, por ejemplo), modificar una serie de comportamientos (dejar de fumar), enmendar errores anteriores, son procesos que requieren de mucha vigilancia y mucha fuerza de voluntad, y en su desarrollo puede ocurrir que demos tropiezos, que nos flaqueen las fuerzas, que nos equivoquemos. Pero todo ello no debe suponer un obstáculo contra nuestro avance, no debe desmoralizarnos:

Estamos dejando de fumar, pero la noche anterior se nos fue de la mano y nos fumamos diez cigarrillos. Hemos "pecado" contra nuestro propósito, contra nuestro yo. Nos sentimos culpables y pensamos que jamás lograremos dejar de fumar, así que "para hacer las cosas a medias, mejor hacerlas enteras"... Y nos bajamos al estanco. Error. Simplemente hemos flaqueado, hemos tropezado. Analicemos las causas: es que bebimos de más y nuestra fuerza de voluntad decayó. Muy bien, pues para la próxima bebamos de menos, es decir, enmendémonos

Los proyectos a largo plazo necesitan de una gran dosis de voluntad sostenida en el tiempo y, como ya dijimos en otra pincelada, hemos de perdonarnos los errores puntuales para no desfallecer en la empresa global; en el examen de conciencia y en el propósito de enmienda se encuentra además un elemento imprescindible: la inteligencia. La voluntad se hace cargo del fracaso para lanzarse de nuevo, no sólo con fuerzas, sino con inteligencia renovada, y así evitar caer más veces en ese tipo de errores.

De todos modos raras veces una empresa o proyecto de este tipo nos incumbe sólo a nosotros; suele haber más personas implicadas, personas que pueden verse afectadas por nuestros fallos, errores; personas que pueden verse ofendidas o agredidas por nuestras costumbres y actitudes, personas que trabajan o conviven con nosotros y cuya situación nos afecta. El daño, por lo tanto, no es sólo contra el otro, sino también contra nosotros mismos. Cuidar de ellos es cuidarnos a nosotros. En tales casos aplicaremos las recomendaciones de los apartados I y II. 

El arrepentimiento es lo que nos permite superar el sentimiento de culpa y seguir viviendo felizmente. Precisamente la diferencia entre Judas y Pedro (al margen del tipo de traición, el uno entrega a Cristo, el otro le niega tres veces) es que al primero le remuerde la conciencia y acaba suicidándose, mientras que el segundo se arrepiente verdaderamente y cambia de vida. Remordimiento y arrepentimiento no son lo mismo.


Virtuosa cosa es perdonar a quien se arrepiente 
(Séneca).