jueves, 28 de febrero de 2013

Emociones

"No somos responsables de las emociones, pero sí de lo que hacemos con las emociones" (Jorge Bucay).

Cuando hablamos de filosofía práctica, hablamos de utilizar la filosofía para solucionar problemas de índole práctica, es decir, que nos afecten en nuestra vida, normalmente nuestra vida social y personal. Cuando hablamos de problemas prácticos no nos estamos refiriendo a problemas meramente técnicos, como cambiar un enchufe o desinfectar el ordenador, aunque la forma de enfrentarnos a estos problemas técnicos sí puede requerir un cierto enfoque filosófico. Ante un problema se ponen en juego las tres facultades del alma: sensibilidad (emociones), entendimiento y voluntad.

¿Cuándo detectamos que tenemos un problema? Cuando experimentamos una emoción que nos saca de nuestro "estado emocional normal" (y lo ponemos entre comillas porque hay algunos estados emocionales normales que en sí son un problema, por ejemplo cuando alguien sufre de estrés, ansiedad o depresión). A partir de ese momento, el momento en el que experimentamos ese "algo", se ponen en marcha unos mecanismos de respuesta, "lo que hacemos con las emociones", como dice Bucay. Estas respuestas pueden ser adecuadas o no al problema: la emoción que surge tras la presencia inesperada de un perro amenazante puede ser la misma que la experimentada en una reunión con el jefe, pero la respuesta no debe ser la misma, ni en el caso de que queramos atacar, ni en el caso de que queramos huir, ni en el caso de que queramos aplacar a la fiera.

Las emociones son unos sentimientos que produce nuestro sistema neuro-endocrino como respuesta interna ante una situación externa; dichos sentimientos preparan la respuesta externa (atacar, huir, agazaparse, etc.). Las emociones son producto de un mecanismo de defensa de los homínidos que ha resultado evolutivamente adaptativo en un entorno natural hostil. Sin embargo, ese entorno ha cambiado (al menos en las sociedades occidentales más avanzadas) y las emociones no son siempre adecuadas al nuevo entorno. Por ello, como dice Daniel Goleman, el autor de La Inteligencia Emocional, "la habilidad de hacer una pausa y no actuar por el primer impulso se ha vuelto aprendizaje crucial en la vida diaria".

Para solucionar un problema de una forma adecuada, es decir, razonable (facultad del entendimiento), debemos pararnos a reflexionar sin dejarnos llevar por el primer impulso, por las emociones. Pero ello no significa que debamos desentendernos de éstas y arrinconarlas, sino todo lo contrario, debemos incorporar las emociones en nuestro análisis racional del problema, pues normalmente son parte del mismo, por ejemplo, si una situación externa nos causa un sentimiento negativo el problema no se circunscribe exclusivamente a la situación exterior, sino que también involucra nuestra relación con esa situación, nuestros sentimientos hacia ella. Invirtiendo la famosa cita de Ortega, podríamos decir que la circunstancia (el problema) es la circunstancia y mi yo.

Y para incorporar las emociones al análisis lo principal, el primer paso, es reconocer las emociones que nos asaltan, ponerles un nombre, lo cual no siempre resulta fácil, sobre todo si no tenemos práctica, pues no hace falta saber qué nos pasa internamente para reaccionar ante algo, basta con sentir; pero sí hace falta saberlo para reaccionar de un modo adecuado o proporcionado. En términos neurocientíficos se diría que es necesario que el circuito neurológico que va del sistema límbico (sede de nuestras emociones) al sistema locomotor pase por el neocórtex.

Ortega y Gasset

Para esto es necesario conocer los tipos de emociones que existen, tipos sobre los cuales las diferentes escuelas de psicología no se ponen de acuerdo, aunque exista un cierto consenso sobre las básicas: alegría, tristeza, aversión, amor, ira, miedo, sorpresa, vergüenza... Estas emociones casi nunca se presentan en estado puro, sino que suele existir una mezcla entre ellas; además se producen con diferentes intensidades y hay que tener en cuenta el objeto que las produce o al que están dirigidas: el amor, por ejemplo, puede oscilar desde la simple aceptación hasta el enamoramiento más arrebatador y esta diferencia de intensidades puede deberse a las diferentes personas a las que se dirija, desde un compañero de trabajo a nuestra madre, hijos o pareja; pero también puede oscilar en intensidad cuando se refiere a la misma persona y ello depende de diferentes factores (comportamiento de la otra persona, nuestro estado interno determinado por otras causas externas o internas, etc.).

No es fácil ponerle nombre a nuestras emociones, pero es muy necesario para comprender lo que nos pasa y para actuar en consecuencia: es muy común confundir la ansiedad (una forma de miedo) con el hambre y muchos casos de desórdenes alimenticios tienen esta raíz; se come para calmar la ansiedad. Entre las acciones más importantes a tomar se encuentra el comunicar a otras personas eso que sentimos, comunicárselo antes de actuar: decirle que no te ha gustado su comportamiento, que te has sentido atacado... (aunque lo cierto es que ese sentimiento es ya un sentimiento elaborado y derivado de otro más primario: ira, indignación o irritación).

Una vez que hemos detectado las emociones implicadas en un problema llega el momento de analizar el problema a fondo incorporando al análisis estas emociones, es decir, incorporándonos a nosotros mismos como parte del problema. El análisis conllevará la necesidad de incorporar, además, diversos puntos de vista sobre el problema, lo cual ya requiere un cierto esfuerzo de distanciamiento del mismo o la ayuda de otra persona (profesional o no).

Posteriormente llegará el momento de solucionar el problema, para lo cual se requiere la tercera de las facultades, la voluntad, ya que no es fácil cambiar hábitos y menos los emocionales. No es fácil, pero es posible. Y si es posible, Bucay no lleva razón en la primera parte de la cita con la que habríamos esta pincelada. Si nos enojamos (ira) cuando el jefe nos pide algo de malas maneras, podemos cambiar esa emoción intentando comprender que quizá él está presionado por sus superiores y que, en realidad, no pretende atacarnos, ni nos menosprecia, ni nada por el estilo, simplemente es el eslabón de una cadena que transmite la presión laboral. Esta comprensión no basta para dejar de experimentar ira cuando nos vuelva a "atacar"; hay que hacer un esfuerzo (voluntario) de traer cada vez a la mente esta idea, "ejercitarla" hasta que se convierta en un hábito y dejemos de enojarnos (todo lo cual no obsta para que en un momento dado podamos hablar con él para que abandone sus malas maneras; pero hay que hablar sin enojo, con calma y serenidad).

"La esencia es aquello que nos hace sentir", dicen en un anuncio de BMW con grandes pretensiones filosóficas. Evidentemente se están refiriendo al objeto externo que produce nuestra emoción. Pero, ¿y si "aquello que nos hace sentir" también estuviera en nosotros? ¿Y si también fuéramos nosotros mismos? ¿Y si fuera nuestro carácter? "La esencia no cambia", dicen en el mismo anuncio. ¿Estamos seguros? ¿Acaso no podemos cambiar? ¿Estamos condenados siempre a sentir de la misma manera? Ya hemos visto que no.

domingo, 17 de febrero de 2013

Voluntad


"El porvenir de un hombre no está en las estrellas, sino en la voluntad y en el dominio de sí mismo". Bonita frase de Shakespeare que, sin embargo, sólo es verdad para aquellos que efectivamente ejercen su voluntad.

El concepto de voluntad ha sido tratado ampliamente a lo largo de toda la historia de la filosofía y podríamos simplificar diciendo que las discusiones se centran en averiguar si la voluntad es un apetito sensible más (como el hambre o el deseo sexual) o si, por el contrario, se trata de un apetito racional, es decir, determinado por la razón, de modo que tendría más que ver con la libertad que con el instinto.

La mayoría de los filósofos de la antigüedad se decantan por la segunda opción, igual que los de la Edad Media, aunque estos lo hacen ante todo para mantener el concepto de “pecado” inherente a la doctrina cristiana o musulmana (en el judaísmo es más complicado). Sin embargo, con el racionalismo moderno y sus conceptos de “causalidad” y “razón suficiente”, los conceptos de “libertad” y “voluntad” se debilitan. A ello hay que añadir después las investigaciones de las ciencias sociales y psicológicas para terminar concluyendo que el espacio en el que juega la voluntad, como voluntad libre, es muy reducido.

Pero al margen de las disquisiciones teóricas sobre si nuestra voluntad es libre o no, lo que a nosotros nos preocupa es el aspecto práctico de la cuestión: entonces, si no soy libre… ¿puedo hacer lo que me dé la gana? Pues parece que no, ya que existe policía y jueces para los cuales la libertad y la responsabilidad de los actos es un punto de partida que, como mucho, podrá tener ciertos eximentes que habrá que demostrar.

Sartre
Y aquí hemos dado con la piedra de toque del asunto: la responsabilidad de los actos. La libertad (la voluntad libre) es indisociable de la responsabilidad, y negar la responsabilidad de nuestras acciones es, como decía Sartre, un acto de mala fe; negar la voluntad libre es un acto de mala fe. Todas y cada una de nuestras decisiones son decisiones libres (otra cuestión es que no nos paremos a reflexionar sobre lo que vamos a hacer y actuemos por instinto o por costumbre, pero en tal caso seremos responsables de no pararnos a pensar).

La voluntad es, pues, una facultad que permite orientar nuestras acciones en un sentido u otro (y no sólo las acciones, sino también los pensamientos). En la práctica, lo que nos interesa es poder modificar nuestras actitudes y nuestras costumbres y para ello hace falta fuerza de voluntad. Estos cambios no se logran de la noche a la mañana, sino a través de un arduo trabajo.

"Hace más el que quiere que el que puede", “la voluntad lo puede todo”, se oye muchas veces por ahí, como eco simplificado de la voluntad de poder de Nietzsche. Bueno, no es exactamente que lo pueda todo, pero mucho sí, aunque hay que darle su tiempo. Podemos desprendernos de los kilos que nos sobran en el cuerpo, pero hace falta voluntad, trabajo, disciplina (no creemos en las dietas milagros, nos dan pavor las clínicas de estética, y como tampoco queremos enfermar no vamos a dejar de comer de la noche a la mañana, así que se requiere tiempo). Podemos aprobar los exámenes que nos echen, pero hay que echarle tiempo de estudio, hay que hincar los codos durante muchas horas. Podemos ser más felices, pero hemos de convencernos todos los días de que tenemos lo necesario para serlo, que no nos falta nada; hemos de proponernos realizar las tareas que nos gustan para evitar los pensamientos negativos… Todo esto requiere un trabajo de la voluntad.

Y es que, en efecto, otra de las piedras de toque para saber si existe la voluntad libre es comprobar que durante mucho tiempo, años incluso, hemos mantenido una línea de acción contra viento y marea; podemos haber dado bandazos, pero siempre hemos terminado por corregir el rumbo: el entrenamiento deportivo, terminar una carrera universitaria, ir todos los días a trabajar… Muchas de estas actividades terminan convirtiéndose en hábito, en costumbre. Este es, precisamente, el triunfo de la voluntad: convertir en fácil y repetible lo que antes resultaba difícil y ocasional. Y de ahí el sentido que tiene la cita de Shakespeare que hemos puesto al comienzo: si mantenemos una dirección en la vida es porque estamos gobernando nuestro destino, no estamos a merced de los elementos.

domingo, 3 de febrero de 2013

Flexibilidad

“La hierba se inclina ante el viento, mientras el árbol es abatido” (Rabindranath Tagore).

¿Cuánta energía dedicamos a lamentarnos por los cambios sufridos en nuestro entorno o en las condiciones que nos permitían llevar una vida cómoda y sin pensar? ¿Cuánta energía dedicamos a luchar para mantener nuestro "status quo", es decir, el estado de nuestras cosas? Las personas que se afanan en resistirse a los cambios son como los árboles, que pueden resistir fuertes rachas de viento, pero no un huracán. Las personas que se adaptan a los cambios son como la brizna de hierba que se inclina con la más leve brisa, pero vuelve a erguirse aunque haya soplado un vendaval. La hierba es flexible.

Mucho se ha hablado en los últimos tiempos sobre la flexibilidad, especialmente la flexibilidad laboral (la flexibilidad que se les exige a los trabajadores para adaptarse a cambios de residencia, cambios de horario, cambios en las tecnologías o rebajas de sueldos) y la flexibilidad económica (la que se recomienda a las empresas para adaptarse a los nuevos tiempos, nuevas tecnologías y mercados globalizados). La flexibilidad es la capacidad que tienen ciertos materiales, organismos vivos y entidades sociales para adaptarse a las nuevas circunstancias o necesidades sufriendo, para ello, determinados cambios o variaciones: una empresa deberá modificar su sistema de gestión y publicidad para sobrevivir en el entorno telemático del siglo XXI; ante la crisis actual un trabajador deberá reducir su sueldo si no quiere ser despedido, deberá ir al trabajo en transporte público en vez de utilizar su vehículo privado, pues carecerá de los recursos suficientes para pagar la gasolina; esto hará que invierta más horas de su tiempo en ir y venir del trabajo, horas que no podrá dedicar a su mujer y sus hijos; pero no importa, porque también ellos deberán ser flexibles. Se trata de un uso ideológico del concepto de flexibilidad: la flexibilidad que se exige a las personas para mantener inflexibles ciertas estructuras económicas.

No obstante tampoco hace falta ponernos tan dramáticos mentando a la omnipresente crisis. La revolución tecnológica lleva desde hace tiempo modificando nuestro medio ambiente laboral y sólo aquellas personas con la suficiente flexibilidad para modificar sus hábitos y para aprender cosas nuevas, especialmente las relacionadas con la informática y las telecomunicaciones, serán capaces de sobrevivir de una forma "más digna". El famoso libro de autoayuda "Quién se ha llevado mi queso" no habla de otra cosa sino de esto.

Pero ni siquiera es necesario entrar en el mundo de las relaciones laborales y mercantiles, económicas, trasunto para muchos de la jungla animal o de la guerra. En nuestras más cercanas e íntimas relaciones, las de familia, los amigos, etc., la flexibilidad también es un valor a tener en cuenta, pues es lo que permite la adaptación de unas personas a otras: transigir con las manías de los demás, atender a sus necesidades, evitar lo que les molesta... Ahora bien, el proceso de cambio constante a que está sometido nuestro mundo no es meramente tecnológico, sino también social. Y este es un aspecto que afecta directamente a las relaciones personales: ¿cómo reaccionaríamos si nuestro hijo un día nos viene diciendo que es homosexual? ¿Y si nuestra hija quiere convertirse al Islam para casarse con su novio magrebí? ¿Seremos lo suficientemente flexibles en estos casos? Flexibles para mantener una relación cordial, no ya para permitir a la otra persona sus comportamientos, porque, queramos o no, ella seguirá su camino; ¿la vamos a acompañar o la vamos a abandonar?

La flexibilidad, antes que una cualidad o una capacidad, es principalmente una actitud y al igual que todas las actitudes que estamos reseñando en estas pinceladas se logra con voluntad y con indulgencia hacia uno mismo. Del mismo modo que la flexibilidad físiológica de los gimnastas se logra gracias al ejercicio constante de la misma, para lo cual hace falta voluntad de entrenar, la flexibilidad moral y mental ha de ejercitarse: es necesaria la voluntad para mostrarnos flexibles cuando notemos que hace falta y todavía no hayamos conseguido serlo de un modo "automático" Por otro lado hemos de ser indulgentes con nosotros mismos y perdonarnos si en algún momento no hemos logrado ser flexibles; claro que, una vez arrepentidos de nuestra inflexibilidad quizá debiéramos también pedir perdón a los otros implicados (si los hubiera).

Decíamos que la flexibilidad es una actitud, aquella que nos permite estar abiertos a los cambios y atentos a lo que ocurre a nuestro alrededor, a lo que necesitan las otras personas; aquella que nos permite renunciar a nuestras más arraigadas costumbres, ideas y prejuicios para aprender. Pero hasta cierto punto estamos forzando un poco el concepto original, pues la flexibilidad física es la "capacidad de algunos materiales para deformarse y retomar su forma original", es decir, para seguir siendo "ellos mismos". Y, sí, algunas veces esto será lo que buscaremos, aguantar el vendaval, amortiguar el golpe, para volver a levantarnos, pero las más de las veces buscaremos una adaptación, un cambio permanente. Esto ya no sería tanto flexibilidad cuanto plasticidad:

"No te establezcas en una forma, adáptala y construye la tuya propia, y déjala crecer, sé como el agua. Vacía tu mente, se amorfo, moldeable, como el agua" (Bruce Lee).