jueves, 3 de octubre de 2013

La educación de los hijos (I)

Esto de ser padre... Te pones a leer cosas sobre los niños (y eso que leo menos de lo que Gema quisiera). En fin, transcribo íntegramente unos párrafos de Bajo presión, de Carl Honoré; mejor que él no lo expresaría yo (contando sus ideas, quiero decir).

Mayores y con más estudios que nunca, los padres modernos también se sienten más inclinados a asumir un enfoque de "mejor practica" ante la educación do los niños, convencidos de que la gestión, la pericia y la inversión adecuadas producirán resultados óptimos. Ello es particularmente cierto en el caso de las mujeres, que pueden terminar canalizando hacia la maternidad el mismo brío profesional que antes dedicaban a su trabajo. Si las madres que se quedan en casa convierten el cuidado de los niños en un Gran Trabajo para justificar la renuncia laboral, las que siguen trabajando hacen lo mismo para demostrar que conceden la misma importancia a la maternidad que a la oficina. El resultado final es la profesionalización de la tarea de padres en un grado inaudito en la historia, y un golpe devastador para la confianza de los padres. Tal vez por eso algunos padres contratan ahora los servicios de asesores para que convenzan a sus hijos de comer verduras o usar el orinal, enseñen a ir en bicicleta a sus niños de cinco años y acompañen a comprar ropa a sus adolescentes. Y tal vez también por eso algunas familias organizan regularmente en torno a la mesa de la cocina reuniones de estilo empresarial para evaluar el rendimiento y los objetivos de largo alcance.

En comparación, ser padre en el sentido tradicional ha pasado a verse como algo de aficionados, de segunda fila, o simplemente de vagos. ¿Cómo puede competir el juego de tocar y parar en el patio con un campus de béisbol dirigido por entrenadores titulados? Cuando no hay fiesta de cumpleaños sin un mago profesional y alguien que pinte las caras, ¿puede uno quedarse con juegos infantiles tradicionales y un trozo de pastel? ¿Y quién puede leer Harry Potter y el cáliz de fuego tan bien como Jim Dale en los audiolibros? Tal vez sepamos en nuestro fuero interno que las mejores cosas de la vida no cuestan dinero, pero cuando todos los demás se lo están gastando para sacar más partido tal vez resulte difícil no seguir la corriente. El otro día me sorprendí planteándome la contratación de un entrenador para que enseñara a mis hijos a manejar un bate de críquet.

Al mismo tiempo, la presión exige hacer felices a los niños. La idea romántica de que la infancia debe ser una época de juegos fue transformándose paulatinamente en la creencia de que la felicidad era un derecho de nacimiento de todos los niños. Si hoy se pregunta a cualquier padre qué desea para su descendencia, «que sea feliz» suele estar en los primeros puestos. Una estrategia para lograrlo consiste en repetir a cada momento a los niños lo bonitos, listos y maravillosos que son. Otra, en comprarles cosas. Además de hacernos sentir bien o menos culpables, gastar es también una buena manera de evitar conflictos. Casi la mitad de los padres decimos hoy a los encuestadores que queremos ser «el mejor amigo de mi hijo», y nada arruina tanto una amistad como decir no. En un mundo acelerado y estresado, ¿por qué echar a perder un precioso tiempo familiar discutiendo si hay que comprar un Kit Kat expuesto al lado de la caja del supermercado? Es mucho más fácil, mucho más pacífico, ceder a las peticiones reiteradas. Lo sé porque lo hago, y muy á menudo. Todo viaje familiar en coche está jalonado de paradas para repostar patatas o caramelos o bebidas o lo que sea para conseguir algo de paz.

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En esta última generación, el ansia de sacar lo máximo de nuestros hijos ha alcanzado su conclusión definitiva: ya no queremos sólo proporcionar la mejor infancia que el dinero pueda conseguir; también queremos vivirla. En un mundo donde la juventud es el Santo Grial, los adultos se comportan como Peter Pans actuales: leen Harry Potter, van en moto al trabajo, escuchan la banda 50 Cent en el iPod, permanecen en los bares hasta altas horas. Basta con ver cómo vamos vestidos. Mi padre no tuvo nunca sudadera ni vaqueros ni zapatillas deportivas: llevaba traje y corbata en el trabajo y camisa con cuello los festivos. Mi hijo y yo somos muy a menudo indistinguibles con nuestras bermudas, camisetas y zapatillas. He llegado a ponerme una gorra de béisbol al revés. Pasados los treinta. Sí, eran treinta y pocos, pero vaya, la brecha generacional ha sido sustituida por las marcas.

Esta desaparición de fronteras puede ser divertida para todos, pero al mismo tiempo deja a los jóvenes menos espacio para ser niños. Los parques destinados a practicar con el monopatín cerca de mi casa de Londres están repletos de hombres de más de veinte y treinta años, todos equipados con prendas de skaters aprobadas por Tony Hawk (famoso practicante de monopatín estadounidense) y exhiben todo tipo de destrezas con el monopatín. A los niños que se presentan con monopatines les hacen el vacío.

Cuando los adultos reclaman los símbolos de la infancia disminuyen las opciones de rebeldía. Las pruebas históricas indican que los niños crecen más sanos en sociedades que les conceden unos años para experimentar e incluso apartarse del buen camino. Pero ¿cómo puede rebelarse uno cuando papá se sabe al dedillo la lista de grandes éxitos y pone Kaiser Chiefs y Snow Patrol a un volumen tan alto que hace temblar la casa? ¿O cuando mamá se pone un piercing en el ombligo y va a clases de baile en barra? Hay dos soluciones. O bien se busca una forma más extrema de rebeldía, como las drogas, un desorden de la alimentación o practicarse cortes, o bien se prescinde de toda rebeldía: uno se conforma, se adapta al papel de Niño Dirigido y se convierte en otro ladrillo en el muro.

Debajo de esta fusión de las fronteras generacionales están la envidia y la nostalgia por las que a los adultos siempre les ha costado dejar en paz a los niños. Convencidos de que los jóvenes no aprovechan la juventud, nos arremangamos y nos ponemos a enseñarles cómo hay que hacerlo, o cómo querríamos haberlo hecho cuando nos tocaba. Por eso todas las culturas, todas las generaciones, han reimaginado la infancia para que responda a sus necesidades y prejuicios peculiares. Los espartanos ensalzaban al niño guerrero. Los romanos estimulaban el valor en los jóvenes. Los puritanos soñaban con niños devotos y obedientes. Los victorianos se cubrieron las espaldas, y al mismo tiempo que ensalzaban al niño fuerte y trabajador de los peores barrios, cargaron de sentimentalismo al niño inocente que permanecía en las casas de la clase media. Hoy hemos acabado enredados en un embrollo de contradicciones. Queremos que la infancia sea tanto un ensayo general para una edad adulta llena de éxitos como un jardín secreto repleto de alegría y libre de peligros. Les decimos a los niños que tienen que «crecer» y nos irritamos cuando lo hacen. Esperamos que cumplan nuestros sueños y que sin embargo, de algún modo, se mantengan fieles a sí mismos. El rasgo común es, por supuesto, que en ninguna época los niños han elegido su propia infancia. Los adultos han llevado siempre la voz cantante. —En realidad no se ha tratado nunca de los niños —dice George Rousseau—. Siempre se ha tratado de los adultos. Hoy parece tratarse de los adultos más que nunca. La pregunta es: ¿cómo podemos conseguir que la infancia trate más de los niños?

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