lunes, 29 de julio de 2013

Atención, costumbre y prevención de riesgos

El siguiente artículo es una larga respuesta a esta pregunta de José Javier Pedrosa Laplana:

… Leyendo tu texto sobre la asunción del riesgo, me hace pensar en la percepción del riesgo, punto crítico de la Prevención de Riesgos Laborales, ámbito en el que trabajo.

Si, como bien indicas, no somos conscientes de las maravillas que nos rodean tampoco valoraremos bien las posibilidades de riesgo en general. Asumirlo a veces está condicionado por esa percepción que, aunque se haga presente en avisos y campañas, nos lleva a pasarla por alto como muy poco probable.

¿Cómo gestionar la idea de que a mí no me va a pasar eso para prevenir frente al riesgo
sin ser aprensivos y sin asustar al personal?
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Respuesta:

Si no somos conscientes de las maravillas de nuestro entorno o del riesgo que conlleva nuestra actividad quizá sea porque no ponemos la suficiente atención en aquello que nos rodea o en aquello que hacemos. Probablemente percibir el riesgo sea algo más complicado porque no siempre está al alcance de la vista (no siempre estamos a más de veinte metros de altura sin barandilla,  viajamos a más de 140 km/h o nos situamos bajo una carga de varios cientos de kilos).

Y esta falta de atención es debida por un lado a la costumbre (lo cotidiano deja de llamarnos la atención) y por otro a que la atención está puesta en otro sitio: si no nos llama la atención el sonido y los reflejos intermitentes de las hojas de los árboles mecidas por el viento es o bien porque vivimos en una zona donde siempre hace viento y ya hemos visto muchas veces moverse las hojas, o bien porque vamos enfrascados en una conversación con otra persona (o con nosotros mismos), o ambas cosas a la vez.

Seguramente ambas cosas a la vez, pues ambos conceptos, atención y costumbre perceptiva, están íntimamente ligados por la relación entre figura y fondo de la psicología de la gestalt: aquello en lo que ponemos la atención es la figura, el resto es el fondo. Estoy escribiendo esto en un ordenador portátil; al lado del ordenador hay dos botellas de agua y un teléfono; por detrás del portátil, la ventana; mi atención está puesta en la pantalla, el resto es un poco borroso. La atención en el ordenador nos hace “despreciar” las imágenes de las botellas, del teléfono o de lo que ocurre en la calle en aras de la finalidad productiva (escribir este artículo). Y, sin embargo, tanto las botellas como el teléfono, y no digamos la calle, están plagados de pequeñas maravillas a las que no concedemos importancia: podría pasarme la mañana observando el cable del teléfono, sus reflejos, la forma que presenta sobre la mesa, las cuatro interrupciones en la continuidad de la espiral y su porqué, las sombras... Pero entonces la figura sería el cable del teléfono y el portátil pasaría a formar parte del fondo, junto con las botellas. Y no escribiría este artículo. Podríamos afianzar cada paso que damos en una arista de nieve, pues el peligro está en cualquier parte, pero entonces no llegaríamos nunca a nuestro destino.

Estamos acostumbrados a fijar la atención en unas cosas y no en otras. Fijamos la atención en aquello que requiere más esfuerzo, hasta que nos acostumbramos. Es una cuestión de economía del cerebro, pues prestar atención gasta energía. ¿Acaso no nos cuesta mucho aprender a conducir? Para aprender a conducir hay que prestar atención a lo que hace cada pie y cada mano, a los coches de delante, de detrás y de al lado. Afortunadamente nos acostumbramos kinestésicamente a manejar el vehículo; desafortunadamente nos acostumbramos perceptivamente a conducir por la calle sin prestar excesiva atención al entorno.

Pero es que el riesgo no se percibe como se percibe una flor o el cable del teléfono. Al niño que sale de entre dos coches aparcados, cuando se le percibe puede ser demasiado tarde; hay que imaginárselo y en virtud de ello reducir la velocidad. Pero, nunca nos ha salido un niño, ¿verdad? Además los niños ya no juegan en la calle. El riesgo hay que imaginarlo.

Ahora bien, cuando conducimos rápido por una calle, ¿lo hacemos porque creemos que ya no juegan niños en la calle? ¿Porque es poco probable que aparezca un niño? ¿Porque creemos que nunca nos va a pasar eso (atropellar a alguien)? ¿O lo hacemos por costumbre, porque siempre conducimos rápido? ¿Qué es lo que contesta la gente en las encuestas cuando se le hace este tipo de preguntas? Probablemente intenten racionalizar sus comportamientos y nunca den la última respuesta.

Tendemos a pensar, probablemente debido a la influencia del racionalismo filosófico, del cognitivismo psicológico y de las encuestas, que todas nuestras acciones están motivadas o sustentadas por ciertas ideas sobre cómo es el mundo, el hombre, nuestros allegados y nosotros mismos. Pero pensando así puede que estemos confundiendo la génesis (de una actitud o de un comportamiento) con la base de la estructura (de tal actitud o comportamiento): las ideas sobre las personas y las cosas están en la génesis de los comportamientos, es decir, en las fases del aprendizaje, pero no necesariamente en su estructura, es decir, en el cómo funciona ese comportamiento. Y funcionan a través de la costumbre, es decir, de circuitos neurológicos configurados a lo largo del tiempo. Por eso nos cuesta tanto modificar nuestras actitudes y costumbres; por eso no basta (lo digo siempre) reconocer la causa de algo para que desaparezca su efecto (como ingenuamente pretendía el psicoanálisis en sus comienzos).

Y ya que estamos con ejemplos de automoción vayamos con otra de coches. Recientemente he visto la película “Crash” (gracias por ponerla, Gema), que no había visto en su momento. “Crash” hace referencia al “choque” de razas en los Estados Unidos, choque racial cuya metáfora es el choque entre vehículos. Sin embargo la metáfora va más allá del racismo trascendiendo (o descendiendo de) la esfera social y situándose en la personal: prácticamente todos los personajes que intervienen en la película sufren un giro en su personalidad, en sus actitudes y comportamientos; y lo hacen a partir de un tipo u otro de choque (automovilístico, accidente casero, agresión violenta, etc). Es el choque violento lo que les saca de sí, de sus costumbres, de sus actitudes hacia los otros.

Es el accidente real (o el “casi”) en carne propia lo que nos hace percibir mejor el riesgo y protegernos contra él. En su defecto está el accidente vicario, pero si basamos las campañas de Prevención de Riesgos en los accidentes habidos se nos acusará de querer asustar al personal. Pues sí, ciertamente, pero es que las imágenes causan una impresión emocional mucho mayor que las meras palabras o dibujos: no es lo mismo decir “ponte el arnés cuando estés en el andamio”, o un dibujo con un Mario Bros cayendo al vacío, que la imagen de un obrero ensartado en la ferralla.

Ahora bien, no creo que una política de prevención de riesgos o accidentes pueda basarse exclusivamente en este tipo de campañas, pues ver continuamente imágenes de accidentes también nos inmuniza, es decir, nos acostumbramos. Y esto lo saben perfectamente los que realizan las campañas contra accidentes de la Dirección General de Tráfico en España: en sus campañas de vacaciones no siempre sacan imágenes sangrientas o de impactos, muchas veces apelan a lo positivo que hay en estar vivo y ver a la familia, los amigos, etc.

Por supuesto estas campañas de concienciación van acompañadas de campañas de vigilancia y sanción, término que si bien es posible llevarlo a cabo en las carreteras, es mucho más difícil llevarlo a cabo en el ámbito laboral (aunque hay sectores como la construcción en los que ya se viene aplicando) y más aún en el laboral de oficinas con cuestiones como la higiene postural.

Creo que toda campaña de prevención de riesgos debe ser continua, permanente, pero cambiante en sus contenidos y formas (para no inmunizarnos contra el mensaje): si colgamos un cartel podemos cambiarlo de sitio cada cierto tiempo o podemos cambiar de cartel. Podemos utilizar el mailing; podemos utilizar sistemas de premios y castigos simbólicos para los que cumplan o no con las recomendaciones; avisos aleatorios en la intranet... Las políticas de prevención deben ser constantes porque lo que necesitamos es convertir en costumbre aquello que no estamos acostumbrados a hacer; y deben ser cambiantes para que al prestar atención sobre ellas nos vayan calando poco a poco y las vayamos poniendo en práctica.

Hay que convertir en costumbre los comportamientos preventivos y hay que evitar que la costumbre nos lleve a un exceso de confianza despreciando los posibles riesgos. Pero, claro, son costumbres distintas.

jueves, 25 de julio de 2013

Felicidad V

Los hombres, por mucho que les sonría la fortuna, no pueden decirse felices hasta que haya transcurrido el último día de su existencia, a causa de la inseguridad y volubilidad de las cosas humanas, que con ligero movimiento pasan de un estado a otro muy distinto.

Michel de Montaigne
Ensayos, libro I, cap. XIX:
"No se ha de juzgar nuestro destino hasta después de la muerte"

Considerada desde el punto de vista de nuestra pincelada sobre la felicidad, esta cita de Montaigne nos hace preguntarnos, de un modo más genérico, si un único acto (temblar de miedo ante la inminente muerte, por ejemplo) anula el valor de toda una vida (de valentía y felicidad, por seguir con el ejemplo anterior).

Michel de Montaigne

jueves, 18 de julio de 2013

Júzguense nuestros actos por la intención

No podemos ir más allá de nuestras fuerzas ni de nuestros medios. Y por esto, porque no depende por entero de nosotros ni el resultado ni el cumplimiento, y sólo la voluntad depende verdaderamente de nosotros, fúndanse en ella y establécense necesariamente todas las normas del deber del hombre.

Michel de Montaigne
Ensayos, libro I, cap. VII: "Júzguense nuestros actos por la intención"

miércoles, 10 de julio de 2013

El perdón

Quien se conoce a sí mismo y comprende sus defectos le es más fácil perdonar aquellos que son ajenos. (Pietro Metastasio)

¿Cuántas veces hemos sufrido las consecuencias de no perdonar a alguien o de no saber perdonarnos a nosotros mismos? En el primer caso habremos perdido una amistad, por ejemplo, en el segundo la oportunidad de llevar a cabo un proyecto; todo ello con el sufrimiento que nos acarrea. Analicemos el perdón a través de dos ejes: el social (yo-otros) y el material (yo-cosas), y en cada uno de ellos consideremos dos aspectos: ser sujeto y/o ser objeto de perdón.


I.- Pedir perdón a los otros (ser objetos de perdón)

Cuando hemos cometido un error para con otra persona y no ha habido intención de hacerla daño o, incluso habiendo intención, hay arrepentimiento. ¿Por qué no somos capaces de pedir perdón? ¿Acaso es que no sabemos? ¿O es que no queremos? ¿Será acaso que nos cuesta reconocer nuestros errores? Probablemente sea así; anclados como estamos a nuestro ego y cegados por él, pensamos que todo lo que hacemos lo hacemos bien o lo hacemos porque "nosotros lo valemos", simplemente, sin pensar en los demás. Sólo cuando chocamos contra otro ego nos damos cuenta de nuestro error y ello cuando estamos acostumbrados a utilizar la cabeza antes que las manos o la boca. El choque con otra persona nos saca de nuestro ensimismamiento o egocentrismo porque nos afecta, es decir, de algún modo nos hiere porque nos ha devuelto un golpe (que a veces ni sabíamos que habíamos dado).

1.- Es entonces cuando comienza el primero de los pasos que puede llevar al perdón: el examen de conciencia. Eso que hemos dicho o hecho, o que nos dicen que hemos hecho, ¿está bien?, ¿está mal?, ¿ha sido intencionado? ¿lleva razón el otro? Nos hemos reído de otra persona y ésta se ha enfadado y nos lo recrimina; su enfado nos afecta y comenzamos (o deberíamos comenzar) a pensar en por qué nos hemos reído y por qué puede haberle sentado mal; si lleva razón al sentirse así, etc.

De todos modos, para estar más seguros de aquello que ha podido ocurrir, dado que no estamos dentro de la cabeza de las otras personas y a muchos nos cuesta empatizar con los otros, el mejor examen es entablar una conversación con el otro, simplemente para conocer las causas de su malestar con nosotros; después ya estudiaremos el asunto con más detenimiento, aunque por lo general en estos casos se nos exigirá una respuesta inmediata.

El mero hecho de pararse a pensar sobre esto ya supone un cierto talante propicio para el resto del proceso, un proceso semejante al de la confesión católica, cuya estructuración no es sino fruto del sentido común:

2.- Dolor de los pecados: el reconocimiento del error produce en nosotros una segunda emoción o afección que nos debería llevar a hacer algo para evitarla, nos debería llevar a reparar el error. Esa risa ha sido una risa inoportuna, hemos herido a otra persona y eso también nos duele. Y si no nos duele es que todavía no hemos salido de nuestro ego.

3.- Propósito de enmienda: ¿Cuántas veces no hemos hecho nada para enmendar nuestras faltas y el sentimiento de culpa reaparece cada vez que rememoramos el error? Es necesario corregirlo. ¿Qué podríamos hacer para que la persona dejase de sentirse herida? Pero, ¿y si a pesar del "dolor" no estuviéramos dispuestos a enmendarlo? ¿habríamos salido de nosotros mismos?

4.- Decir los pecados al confesor (aunque en este caso laico el confesor sea la persona ofendida o agredida), es decir, pedir perdón al otro. Quizá sea éste el paso más difícil, pero es necesario darlo, es necesario que la otra persona sepa que estamos arrepentidos para que nos pueda perdonar.

5.- Cumplir la penitencia, una penitencia que, seguramente, la otra persona no nos impondrá, sino que nos impondremos nosotros mismos y que las más de las veces no necesitará ir más allá de la sincera y efectiva enmienda que nos habíamos propuesto. Es decir, la enmienda real conlleva dos momentos: la restitución o retribución del daño causado (cosa que no siempre es posible) y la no repetición del daño, no volver a cometer un daño similar. En el caso de que sea posible, la restauración del daño no conlleva una gran dificultad para el arrepentido, pero otra cosa es poder evitar un nuevo daño, ya que los errores y los daños causados son producto de un tipo de comportamientos o actitudes que desplegamos por costumbre. Y es muy difícil modificar las costumbres, aunque no imposible, pues requiere de un alto grado de vigilancia interior y de voluntad exterior.

Quizá algunos piensen que este paralelismo con la confesión y el perdón católicos nos habilita para "pecar" continuamente contra el otro, pues el otro nos perdonará; pero aquí no hemos dicho nada de que exista un paralelismo con la infinita misericordia divina. Pedir perdón es rectificar y rectificar es de sabios... Pero no demasiadas veces.

Recapitulemos, entonces, las ideas que subyacen al concepto práctico (no teológico ni espiritualista) de perdón:
  • Una de las ideas que subyacen al concepto de perdón es que la esencia humana o el carácter humano son perfectibles, mejorables, que nadie es malo "por naturaleza" o para siempre, pero claro, eso hay que demostrarlo y la cantidad de oportunidades para ello no es ilimitada, pues ante todo prima, o debería primar, una necesidad práctica.
  • Otra de las ideas asociadas al perdón es la de "justicia retributiva" o reparación del daño causado que siempre debe ir antes de la transformación del causante del daño. A veces no será posible restaurar el daño y se exigirá por parte del damnificado (o se ofrecerá por parte del causante) una compensación proporcional al daño. Esto por lo que toca al plano de las relaciones personales entre causante y damnificado, que no incluye, aunque se ve afectado por, la justicia retributiva en el plano social, es decir, que si el daño es tal que constituye un delito debe intervenir la Justicia (con mayúsculas), la Ley. Lo que no se debe hacer, en ningún caso, es confundir la reparación del daño con la venganza que, aunque sea difícil de definir y de establecer los límites, podríamos decir que se trata de una respuesta desproporcionada por parte del damnificado o contra la ley.
  • Ahora bien, otra idea que subyace tanto a la idea de perdón como a la de justicia retributiva (en el plano de las relaciones personales) es la de arrepentimiento. El arrepentido busca reparar el daño y enmendarse para no volver a cometer un daño similar y ello porque el daño cometido le causa un dolor moral, un sentimiento de culpa. 

II.- Perdonar a los otros (ser sujetos de perdón)

El proceso anterior, sobre todo el primer movimiento, el examen (el conocimiento de los propios defectos) nos debería poner en disposición (como dice el poeta Metastasio) para perdonar los pecados y defectos de los demás, siempre teniendo en cuenta que no somos dioses y quizá no nos sea posible (a veces ni siquiera deseable) perdonarlo todo.

Ninguno de nosotros somos perfectos y, por lo tanto, deberíamos perdonar al menos todos aquellos fallos que nosotros mismos cometemos, pero para eso debemos conocer dichos fallos, debemos estudiarnos, disminuir la intensidad de la luz de nuestro ego, esa que nos ciega, para llegar a ver dentro.

Podemos incluso ir más allá y perdonar otras cosas, otros pecados que nosotros mismos no nos atreveríamos a cometer. Pero no nos engañemos, nuestro perdón no es infinito y a veces ni siquiera es bueno que al pecador se le perdonen sus pecados reiterados, porque la reiteración es signo de una incapacidad para enmendarse o de una falta de arrepentimiento (o de ambas cosas).

Perdonar no supone olvidar. "Perdono, pero no olvido" no es una sentencia contradictoria, es la concesión de una segunda oportunidad a la otra persona, incluso de una tercera o cuarta, pero no infinitamente. Porque perdonar permite eliminar el resentimiento contra el otro, el rencor, permite superar un sentimiento negativo de un hecho pasado y ello es necesario para alcanzar la felicidad, pero estar sufriendo continuamente los agravios del otro tampoco es el mejor camino para llegar hasta ella.

Por ello el perdón, en un plano práctico y no meramente subjetivista, requiere del sujeto y del objeto, del que otorga el perdón y del que lo pide (el arrepentido). Porque tal y como hemos visto, aunque en el plano subjetivo el perdón otorgado elimine el resentimiento, si se le otorga al causante no arrepentido, nada nos garantiza que no nos vuelva a causar daño. Y por lo tanto, ante la ausencia de arrepentimiento, nos es difícil distinguir entre venganza y prevención. Cierto es que en caso contrario lo único que nos lo garantiza es la palabra del arrepentido, pero es que el perdón es eso: dar una nueva oportunidad. Dependerá luego de cada uno establecer los límites de la reincidencia en la que es posible perdonar.

Y como tampoco queremos ser Cristo en la cruz diciendo aquello de "Padre, perdónales porque no saben lo que hacen", queremos que los otros sepan del daño que nos han hecho, para lo cual hay que establecer un diálogo en el que se les diga que nos han herido, un diálogo que les dé la oportunidad de arrepentirse o de hacernos ver que no teníamos razones para sentirnos heridos. Sin embargo, al respecto y en el orden de la prudencia práctica también hay otra cuestión a considerar: el modo y el tiempo en el que se le hace saber al otro que le hemos perdonado; si se trata de un suceso que ocurrió "tiempo ha" quizá no sea prudente la comunicación del perdón; lo mejor es hacerlo cuanto antes; y por lo que toca al modo, hay que hacerlo de tal manera que la otra persona no sienta que nos creemos superiores por perdonarla; no hay que dar la impresión de un "ego te absolvo". 


III.- Perdonarnos a nosotros mismos

Cuando el daño cometido por nuestro error es sólo contra nosotros mismos (un daño que siempre está mediado por cosas u objetos, no por personas) el sujeto y el objeto del perdón somos nosotros mismos. Nosotros mismos hemos de convertirnos en policías, jueces y jurados de nuestros actos, costumbres y actitudes. Nosotros somos al mismo tiempo pecadores y confesores.

Llevar a cabo un proyecto empresarial o personal (una carrera universitaria, por ejemplo), modificar una serie de comportamientos (dejar de fumar), enmendar errores anteriores, son procesos que requieren de mucha vigilancia y mucha fuerza de voluntad, y en su desarrollo puede ocurrir que demos tropiezos, que nos flaqueen las fuerzas, que nos equivoquemos. Pero todo ello no debe suponer un obstáculo contra nuestro avance, no debe desmoralizarnos:

Estamos dejando de fumar, pero la noche anterior se nos fue de la mano y nos fumamos diez cigarrillos. Hemos "pecado" contra nuestro propósito, contra nuestro yo. Nos sentimos culpables y pensamos que jamás lograremos dejar de fumar, así que "para hacer las cosas a medias, mejor hacerlas enteras"... Y nos bajamos al estanco. Error. Simplemente hemos flaqueado, hemos tropezado. Analicemos las causas: es que bebimos de más y nuestra fuerza de voluntad decayó. Muy bien, pues para la próxima bebamos de menos, es decir, enmendémonos

Los proyectos a largo plazo necesitan de una gran dosis de voluntad sostenida en el tiempo y, como ya dijimos en otra pincelada, hemos de perdonarnos los errores puntuales para no desfallecer en la empresa global; en el examen de conciencia y en el propósito de enmienda se encuentra además un elemento imprescindible: la inteligencia. La voluntad se hace cargo del fracaso para lanzarse de nuevo, no sólo con fuerzas, sino con inteligencia renovada, y así evitar caer más veces en ese tipo de errores.

De todos modos raras veces una empresa o proyecto de este tipo nos incumbe sólo a nosotros; suele haber más personas implicadas, personas que pueden verse afectadas por nuestros fallos, errores; personas que pueden verse ofendidas o agredidas por nuestras costumbres y actitudes, personas que trabajan o conviven con nosotros y cuya situación nos afecta. El daño, por lo tanto, no es sólo contra el otro, sino también contra nosotros mismos. Cuidar de ellos es cuidarnos a nosotros. En tales casos aplicaremos las recomendaciones de los apartados I y II. 

El arrepentimiento es lo que nos permite superar el sentimiento de culpa y seguir viviendo felizmente. Precisamente la diferencia entre Judas y Pedro (al margen del tipo de traición, el uno entrega a Cristo, el otro le niega tres veces) es que al primero le remuerde la conciencia y acaba suicidándose, mientras que el segundo se arrepiente verdaderamente y cambia de vida. Remordimiento y arrepentimiento no son lo mismo.


Virtuosa cosa es perdonar a quien se arrepiente 
(Séneca).

lunes, 1 de julio de 2013

El rostro de la filosofía

Es cosa digna de fijar la atención lo que en nuestro siglo acontece; la filosofía constituye hasta para las personas de mayor capacidad una ciencia quimérica y vana que carece de aplicación y valor, así en la teoría como en la práctica. Entiendo que la causa de tal desdén son los ergotistas que se han apostado en sus avenidas y la han disfrazado, y adulterado. Es error grande presentar como inaccesibles a los niños las verdades de la filosofía, considerándolas con tiesura y ceño terribles; ¿quién ha osado disfrazármela con apariencias tan lejanas a la verdad, con tan adusto y tan odioso rostro? Nada hay, por el contrario, más alegre, divertido, jovial, y estoy por decir que hasta juguetón. No pregona la filosofía sino fiesta y tiempo apacible; una faz triste transida proclama que de ella la filosofía está ausente.

Michel de MONTAIGNE, "De la educación de los hijos", Ensayos, Libro I, cap. XXV.

Montaigne